Encontrando el paraíso
Llevábamos cuatro días en la carretera, camino al Gran Cañón. Mi marido soñaba con acampar bajo las estrellas, en medio de la nada y rodeado de naturaleza. Para él, eso era el paraíso; para mí, un infierno de sacos de dormir, tiendas de campaña y dolor de cuello. Tras mucho tira y afloja durante la planeación del viaje familiar, decidimos que nada de acampar porque mis vértebras lesionadas no lo resistirían.
Sin embargo, semanas antes, mientras buscaba hospedaje, me topé con un Airbnb con excelentes reseñas. No era tu típico Airbnb decorado con muebles de Ikea y cuadros de Amazon, sino un Hogan, la casa tradicional de los indios navajos, parecida a un iglú, pero con estructura de madera y cubierta de barro. «¡Esto es perfecto!» me dije. Sin pensarlo dos veces, hice la reserva. El sitio era ideal: un lugar inhóspito con las icónicas montañas de Monument Valley como escenario principal.
Con un mapa dibujado a mano proporcionado por la dueña del Airbnb, emprendimos el último tramo del viaje por un tortuoso camino de tierra. «Te tengo una sorpresa,» le dije a mi marido, quien me miraba fascinado, pero con cierta preocupación, porque no le había dicho dónde dormiríamos esa noche.
Mientras tanto, en el asiento trasero, mi hijastro preguntaba si faltaba mucho para llegar al “hotel” porque había perdido la señal de internet de su teléfono. “No vamos a un hotel, esta noche nos quedamos en un Airbnb,” respondí.
De repente, visualizamos la propiedad: una casa blanca pequeña y, a unos doscientos metros, el hogan. “Miren, al lado de nuestro Airbnb hay una choza,” gritó mi hijastro.
“No, cariño, nuestro Airbnb es la choza,” le corregí.
La cara de mi hijastro se transformó. Primero incredulidad, luego horror. “No, no es verdad”, repetía cada vez más alto en completa negación.
“Sí es verdad, es una casa típica de los navajos. Es como ir a acampar, pero mejor porque hay camas.”
“No, por favor, no nos podemos quedar ahí.”
Entonces sacó su tarjeta de ahorros y me la ofreció como quien ofrece el bolso para salvar la vida. “Toma mis ahorros, pero por favor, vamos a un hotel.”
Ni mi marido, ni mi hijastra, ni yo pudimos contener las carcajadas al ver su cara de desesperación cuando le dije que el hogan no tenía internet, ni aire acondicionado, ni ducha, ni baño, solo una letrina y un contenedor de agua limpia para ducharse al aire libre. Por un momento, creí que se iba a echar a llorar.
Nos recibió Roselyn, una india navajo y dueña del Airbnb, quien nos mostró la casa de color rojizo que olía a madera, a hogar y a hierbas. Estaba rodeada de montañas rocosas con unas vistas espectaculares que te quitaban el aliento. Nada más entrar, mi hijastro comenzó a caminar con el teléfono en alto, buscando señal. Milagrosamente, encontró un punto donde tenía señal limitada e intermitente. No se movió de ahí en toda la tarde hasta que llegó la hora de dormir.
Mi hijastra decidió explorar la montaña, así que se calzó los tenis y se fue a hacer senderismo sola y feliz. Mi marido y yo nos sentamos fuera del hogan deseando tener unas cervezas bien frías para apalear el calor, pero la posesión y el consumo de alcohol están prohibidos en la Nación Navajo. Nos quedamos ahí sentados, con una sonrisa en el rostro y en silencio, porque cuando te encuentras de golpe con la majestuosidad de la creación, las palabras se vuelven innecesarias.
A la hora de la cena, Roselyn nos preparó comida típica y compartimos la mesa con ella y dos de sus hijas. Era una mujer sencilla con signos de madurez en el rostro. Tenía cuatro hijos, cinco nietos y unos ojos llenos de calma y sabiduría. Después de que nos hablara de sus costumbres, creencias y ceremonias, le pregunté qué era lo mejor de vivir ahí, alejada de toda civilización, donde el supermercado más cercano estaba a una hora en coche.
Me miró a los ojos con una expresión casi compasiva, como si supiera algo muy obvio que a mí nadie me había contado. Sonrió con ternura y dijo: “No conozco mucho sobre el mundo que hay más allá de estas montañas, pero todas las mañanas me despierto y tengo estas vistas. Esta es mi tierra, y ella me da todo lo que necesito. Esa es la maravilla de vivir aquí: soy feliz y no necesito nada más” .
Más tarde, cuando el cielo se llenó de estrellas, descubrí el verdadero silencio. Allí, el silencio no es solo ausencia de sonido, sino una presencia palpable, casi sagrada. No hay ruido de la ciudad, ni tráfico, ni murmullos de multitudes, ni el teléfono vibrando con notificaciones banales. Solo se escuchaba el viento acariciando suavemente las montañas, creando un eco distante, casi como si la tierra susurrara.
Esa noche entendí por qué Matthieu Ricard, el monje budista conocido como «el hombre más feliz del mundo», habla sobre cómo el silencio puede llevar a una mayor paz interior. Sentí en mi propio ser lo que significa estar en calma. El silencio era tal que escuché los latidos de mi corazón, el compás pausado de mi respiración, y, con los pies descalzos, me sentí en conexión con esa tierra, que era la tierra de Roselyn y sus ancestros, tan lejana a la mía, pero de la que, en ese momento, sentí que formaba parte.
Entendí por qué Roselyn decía que no necesitaba nada más para ser feliz. Porque solo cuando te adaptas a tus circunstancias, cuando eres resiliente y eres uno con lo que te rodea, puedes encontrar la felicidad auténtica. El paraíso no está en un lugar, sino en la paz que somos capaces de encontrar dentro de nosotros mismos, donde quiera que la vida nos lleve.
Imagen cortesía de la autora