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Rápido y Furioso

 

Entré sin pedir permiso. Las puertas estaban entreabiertas, como si el destino me empujara a cruzar esas rejas sin invitación previa, mientras el cartel de «Propiedad Privada» me miraba desde la entrada, como una advertencia silenciosa que me ordenaba detenerme. Sin embargo, el cosquilleo en la boca del estómago me decía que era justo lo que necesitaba: un poco de peligro para sacudir la rutina que me asfixiaba y olvidar por un momento el dolor de mi corazón roto tras una ruptura sentimental.

Detuve el coche poco a poco, saboreando la escena que se desplegaba ante mis ojos. Mi mente luchaba por asimilarlo todo, pero había algo tan absurdamente mágico en aquel lugar que decidí no pensar demasiado. Bajé del coche con cautela, sintiendo un hormigueo en la piel que solo se siente en “las primeras veces”.

Frente a mí, en ese vasto terreno en mitad de la nada, en el Texas más profundo, se desplegaba un espectáculo impresionante de coches antiguos, perfectamente alineados. Era como si hubiera entrado en un cementerio de coches olvidados, que parecían estar aguardando a que alguien viniera a quitarles el polvo y devolverles un poco de la gloria del pasado.

Salí del coche y empecé a caminar entre ellos, asomándome por las ventanillas, contemplando su interior uno a uno. Conté más de treinta. Además de los coches, había una avioneta polvorienta, una grúa enorme, una lancha que parecía haber surcado demasiados mares lejanos, cuatro imponentes camiones militares que parecían haber visto más de lo que jamás contarían, y un curioso “bocho” amarillo.

De pronto, un hombre apareció a lo lejos, acompañado por un perro, ambos avanzando hacia mí en un carrito de golf. Cuando los tuve cerca, me puse nerviosa, no tanto por la escopeta que el hombre mayor llevaba consigo, sino por el pitbull, que se retorcía inquieto en el asiento del pasajero.

—Hola —dije con una vocecita dulce y la mejor de mis sonrisas—. ¿Vende coches? —le pregunté, mientras en mi mente rogaba a Dios que no fuera un asesino en serie.

—No, jovencita, no los vendo —dijo, mientras se bajaba de su carrito de golf, dejando la escopeta en el asiento—. Los colecciono —respondió con una amplia sonrisa que desarmó mis temores—. Solo los coches antiguos me devuelven a aquellos días, cuando la vida tenía otro ritmo, antes de la guerra.

Se llamaba Dick Irvin, un piloto de aviones y veterano de la guerra de Vietnam que parecía haber hecho un pacto secreto con el tiempo. Cuando le pregunté su edad, me devolvió una mirada llena de picardía, como si compartiéramos un chiste que solo él entendía. Tenía 84 años, pero confesó que seguía tan fuerte y, sobre todo, «calenturiento» como a los 20. Su piel, curtida por décadas de experiencias, delataba su edad, pero sus ojos, llenos de vivacidad y picardía, lanzaban un reto descarado a cualquier cronología y a la vejez misma.

Me llevó a conocer su colección; cada coche era una cápsula del tiempo, cargada de recuerdos y anécdotas que Dick compartía con la pasión de un niño hablando de sus juguetes favoritos. Me contó que volar su avioneta, despegando y aterrizando en medio de ese campo, le daba la misma sensación de libertad que había sentido en sus días de juventud. Me habló de su esposa, el amor de su vida, a quien había perdido a causa del cáncer, y de su nueva novia, treinta años menor, quien, con ayuda de un poco de Viagra, lo ayudaba a mantenerse fuerte y jovial.

—Me diagnosticaron TEPT (Trastorno de Estrés Postraumático) o algo así—comentó, quitándole importancia con un gesto con la mano—. Dicen que es por la guerra, pero yo no me creo nada de eso. El verdadero secreto para sobrevivir y ser feliz es no dejar de trabajar nunca y rodearte de lo que te hace feliz.

Le mencioné que yo también sufría de estrés y que estaba deprimida por una ruptura amorosa, a lo que me respondió:

—No digas pelotudeces. Si no has vivido una guerra, no tienes derecho a estar estresada. Consíguete un amante, un novio o un marido, o uno de cada uno, y listo.

No pude evitar reírme de su sinceridad brutal, y él, al ver mi risa, sonrió con ese aire de sabiduría que solo los viejos lobos poseen. Me preguntó si quería dar un paseo por el campo en uno de sus coches. Su rostro se iluminó con la emoción de un niño que esta punto de hacer una travesura, y yo no pude resistir la tentación.

Cinco minutos más tarde, ahí estaba yo, metida en un Ford del ’56, con un veterano de guerra que sufría de estrés postraumático, acelerando como si no hubiera un mañana en lo que parecía ser una versión vintage de «Rápido y Furioso». De repente, mientras dábamos botes con el coche por la irregularidad del terreno y él no levantaba el pie del acelerador, dijo, casi como una confesión:

—¿Sabes qué? No estoy seguro de que los frenos funcionen en este coche.

La locura de la situación me hizo estallar en carcajadas, y él, al verme reír, se unió con una risa tan genuina que, por un instante, todo el dolor y las cicatrices de su vida parecieron desvanecerse. Nos despedimos con un abrazo y con la promesa de que volvería para volar juntos en su avioneta.

Nunca volví, y nunca le pude agradecer por enseñarme que no importa la edad que tengas, ni los horrores que hayas presenciado; lo importante en la vida es hacer lo que te apasiona y rodearte de aquello que te hace feliz. Solo así se mantiene el brillo en la mirada, la sonrisa en el rostro y la alegría de vivir.

Dick Irvin. Foto: Cortesía de la autora