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Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio, y coincidir

 

—¿Qué vas a hacer qué?

Esa fue la pregunta de mi madre cuando le dije que iba a asistir a una sesión de regresión a vidas pasadas.

—¿Y si la regresión falla y quedas loca? —preguntó, con total seriedad y preocupación.

—No te preocupes, mamá —intervino mi hermano sin perder un segundo—. Loca ya está y es absolutamente imposible que su nivel de locura dé para más.

Nos echamos a reír. Mi hermano y yo estábamos de viaje con mis padres, y la conversación sobre regresiones nos dio cotorreo ilimitado durante la hora de la comida.

Intenté explicar mi interés diciendo que estas sesiones revelan las conexiones profundas y duraderas entre las personas a lo largo de múltiples vidas. A veces reconoces a personas de tus vidas pasadas en tu vida actual, pero desempeñando roles diferentes. Por ejemplo, un enemigo del pasado que ahora es un amigo, un maestro que ahora es tu amante, una madre que ahora es tu hija. Y dicen que esas regresiones a veces ayudan a entender tus fobias presentes y así puedes superarlas.

Mis padres y mi hermano, absolutamente escépticos, me dieron su bendición y me dejaron en la consulta de la terapeuta antes de irse de compras, mientras yo me aventuraba a explorar vidas pasadas, intentando arrojar luz sobre las experiencias de nuestro clan a través del tiempo.

Al entrar, me recibió una mujer madura y amable, que me invitó a ponerme cómoda mientras me explicaba la dinámica de la sesión. Una vez recostada en la camilla y en una posición confortable, me dijo:

—Por cierto, además de terapeuta, soy médium —dijo con naturalidad, como si fuera lo más común del mundo.

—Ok —respondí, intentando ocultar la mezcla de curiosidad, miedo y escepticismo que sentí en ese momento.

Apenas cerré los ojos, la mujer, sin preámbulos, me soltó:

—Tu abuela paterna está aquí, a tu derecha. Quiere que sepas que, aunque piensas que la decepcionaste, no es así. Está sumamente orgullosa de que siempre has hecho lo que has querido y de que eres muy firme en tus convicciones.

Su comentario me tomó completamente desprevenida, como un puñetazo directo al estómago que me dejó sin aliento. Sentí cómo las emociones se acumulaban en mi pecho. No solo porque la noche anterior había soñado con ella, un sueño extraño y vívido, sino porque mi abuela, hasta su último suspiro, deseó con todas sus fuerzas que yo le diera un bisnieto, algo que nunca sucedió porque nunca quise tener hijos. Siempre he cargado con la idea de que eso la había decepcionado profundamente.

—Ok —susurré, luchando por contener las lágrimas y deseando con todas mis fuerzas levantarme y salir corriendo. Los temas de interacción entre vivos y muertos siempre me han dado mucho “yuyu”. Yo estaba allí con la intención de descubrir si, en otra vida, había muerto de hambre en alguna ciudad medieval, lo que explicaría mi insaciable amor por el pan remojadito en leche; o si había sido una bruja durante la Inquisición, encerrada en una celda diminuta, justificando así mi inexplicable claustrofobia; o tal vez una faraona egipcia, lo que sin duda explicaría por qué soy tan mandona. Pero lo que no esperaba, ni en mis sueños más bizarros, era que mi abuela paterna se presentara para «echar chal» durante mi regresión.

Comenzamos con ejercicios de respiración, una especie de meditación guiada. De repente, mi pierna izquierda empezó a sacudirse involuntariamente, como cuando te estás quedando dormido y, de pronto, un brazo o una pierna saltan inesperadamente. La mujer, al notar mi reacción, dijo con suavidad:

—No suelo hacer preguntas directas, pero… ¿qué pasó cuando tenías 7 años?

—Tuve un accidente que me destrozó la pierna izquierda —respondí sin pensar, como si las palabras fluyeran por sí solas. Fue en ese momento cuando comencé a desenterrar un trauma que había estado profundamente sepultado en mi subconsciente. Recordaba el accidente, claro, pero de la misma manera en que se recuerda una caída de bicicleta en la niñez: nada extraordinario, nada traumático. Sin embargo, en ese estado de relajación, mi mente aprovechó la oportunidad para sacar a la superficie un dolor no resuelto que, al parecer, seguía siendo relevante para mi bienestar emocional.

De repente, me vi a mí misma, una niña de 7 años, enfrentando el dolor, el abandono y la rabia que sentí tras el accidente que me dejó postrada en cama durante meses, un trauma que mi mente había bloqueado por completo. En ese instante, sentí una profunda necesidad de hablarle a esa niña, de decirle que lo que sucedió no fue su culpa, que ya era hora de dejar ir ese dolor. Lloré, y lloré mucho, porque en ese momento pude reconocer las heridas de mi infancia que he trabajado con terapeutas. Fue como ver, con absoluta claridad, todo lo que había estado intentando desenterrar durante años en terapia.

Al finalizar la sesión, mi pierna izquierda estaba adormecida; la sentía débil y rígida, con un cosquilleo idéntico al que experimenté cuando me quitaron el yeso de niña. Poco a poco, sentí cómo la sangre comenzaba a fluir de nuevo, y con ello, recuperé la fuerza para incorporarme.

Salí de la consulta en calma, liberada y un tanto decepcionada, lo admito. Había esperado descubrir algo al estilo Indiana Jones, alguna historia asombrosa de mis vidas pasadas. Imaginaba a mis seres queridos acompañándome en otras vidas, viviendo aventuras en siglos distintos, explorando mundos desconocidos.

Y aunque nada de eso ocurrió, lo que sí sé es que, sin importar cuántas vidas haya vivido o cuántas me queden por vivir, hay personas en mi vida que siempre desearé encontrar: maestros, amores, amigos, familia, almas con las que anhelo compartir cada existencia, desde el principio y por siempre, coincidir.

Imagen cortesía de las autora