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Hasta que la muerte nos separe



Cuando era niña, mi tía “Lola” era sinónimo de alegría. Siempre con una sonrisa, parecía que nada podría apagar esa chispa que la hacía tan desmadrosa y especial. Pero todo cambió, años después, la vi nuevamente, ya en mi adultez. Su luz ya no era la misma. Lola contaba que en los primeros años de su matrimonio con mi tío Julio había magia. Esa magia que te hace reír por cualquier tontería, que convierte lo cotidiano en extraordinario. Pero, con el tiempo, las risas se fueron apagando, y lo que alguna vez fue la chispa de su relación se transformó en una rutina tediosa y silenciosa.

“Tío Julio”, un buen tipo y trabajador incansable, dejó de buscarla, de mirarla con esos ojos de complicidad que tanto extrañaba. Lola, agotada de esperar algo que sabía que nunca volvería, decidió dejar de intentarlo. Y su luz simplemente se apagó.

“Martha”, mi antigua vecina, era la típica mujer «Yoya»: yo ya limpié, yo ya cociné, yo ya resolví. Se casó joven, sin saber mucho sobre el amor y menos sobre el placer. Martha parecía tenerlo todo bajo control, una vida casi perfecta a los ojos de los demás. Pero un día, en una conversación durante una happy hour en la que nos bebimos lo que no está escrito, me confesó con un tono resignado que nunca había sentido un orgasmo con su marido. La frustración se acumuló durante los años de matrimonio, transformando la pasión en un cariño lastimero y, finalmente, en un resentimiento silencioso que la corroía lentamente. Martha empezó a tener amantes ocasionales. Dice que nunca dejará a su esposo, porque es el padre de sus hijos y porque, a pesar de todo, no quiere destruir la familia que han construido juntos. Además, se ha convencido de que su sacrificio es por el bien de los niños, que mantener la apariencia de una familia unida es más importante que su propia felicidad. Sin embargo, la culpa de la traición, la está matando.

Mi madrina “Tere”, en cambio, siempre fue apasionada. De esas mujeres que viven con intensidad, que sienten todo al máximo. Su matrimonio parecía perfecto, al menos de puertas para afuera. Pero todo cambió cuando una noche, por casualidad, descubrió que su esposo tenía una doble vida. No solo la engañaba, sino que lo hacía con hombres. Ese descubrimiento la destruyó. La Tere que conocía se marchitó, como si le hubieran arrancado la esencia que la hacía ser quien era. Desde entonces, la cama que compartieron se convirtió en un abismo insalvable. Aunque siguen juntos, duermen en habitaciones separadas, incapaces de dar el paso final hacia el divorcio. El próximo mes cumplen 40 años de matrimonio, y va a haber celebración.

“Laura”, una amiga de la infancia es un enigma para sí misma. Cree que es asexual, aunque no lo tiene claro. Lo que sí sabe es que el sexo con su marido es un acto vacío, una performance que cumple para mantener la paz en su hogar. No quiere causar problemas, no quiere que él sospeche que algo está mal. Me confesó que, si él dejara de buscarla, se sentiría más libre, más feliz. A veces se pregunta si alguna vez disfrutó realmente del sexo, o si todo ha sido una gran mentira que se ha contado a sí misma para no sentirse diferente, para encajar en la narrativa social que tantas veces se nos impone.

La lista de historias podría seguir y seguir, como una cadena de secretos a voces que nunca se cuentan en voz alta, pero que todos conocemos. Son historias que se susurran en las reuniones familiares, en las cenas entre amigos, pero que rara vez salen abiertamente a la luz. Es la norma silenciosa de muchos matrimonios de amigos, familiares o quizá el nuestro, donde las promesas de «hasta que la muerte nos separe» se transforman en rutinas vacías, en días que pasan sin más emoción que la que ofrece la costumbre.

Por eso, cuando leí que en Japón los jóvenes están optando por «matrimonios de amistad», no me pareció una idea descabellada. Estas nuevas formas de matrimonio que están surgiendo no giran en torno al amor romántico tradicional ni al casarse con un mejor amigo. Se trata, más bien, de una convivencia basada en intereses y valores compartidos. Ser esposos legales es una formalidad, ya que no existe amor ni una relación sexual entre ellos. De hecho, tienen la libertad de mantener relaciones románticas fuera del matrimonio, siempre que haya consentimiento mutuo. Antes de dar el “sí quiero”, las parejas dedican tiempo a discutir todos los aspectos de su vida compartida, desde tareas domésticas y la educación de los hijos (concebidos in vitro) hasta la organización y repartición de los gastos. En lugar de promesas de amor eterno, estas parejas se comprometen a la transparencia y al respeto mutuo, construyendo una vida basada en la realidad y no en expectativas imposibles.

Es posible que estemos ante el comienzo de una redefinición profunda de lo que significa el matrimonio. Una redefinición que no se basa en ideales románticos inalcanzables, sino en la realidad cotidiana de dos personas que deciden compartir una vida sin las presiones de las expectativas sociales. Quizá, solo quizá, estemos descubriendo que existen múltiples maneras de estar juntos, y que cada una puede ser válida, siempre que se construya sobre el respeto mutuo y, sobre todo, con honestidad.

Tal vez la clave de la felicidad en pareja no esté en la pasión desenfrenada o en el amor romántico que nos han vendido en las telenovelas, en las películas de Disney o en “Las 50 Sombras de Grey”, sino en la simple compañía de alguien que comparte nuestra visión del mundo, alguien con quien construir una vida en común, basada en la sinceridad, la lealtad y la aceptación de nuestras diferencias, hasta que la muerte nos separe.

imagen cortesía de la autora