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El día que no compartí mi pastel

 

―Voy a hacer ese pastel con nuez que tanto te gusta ―me dijo mi padre un sábado por la mañana.

―No lo hagas muy pequeño ―le respondí―. Me gustaría llevarles un buen trozo a mis vecinos Tom y Carolyn, los viejitos que viven cerca del río.

Mis padres habían estado visitándome durante una semana. En esos días, mi casa se llenó de aromas familiares, esos que traen recuerdos de la infancia, memorias de la comida de «mamá» y, en mi caso, también de «papá». El pastel de nuez, con su toque de brandy y una dosis generosa de «mucho amor», era más que un simple postre; era un vínculo entre mi infancia y mi adultez, un recordatorio de que algunas cosas son atemporales.

Mi casa olía a cariño, a memorias. Cuando el pastel salió del horno, lo corté de inmediato, ignorando las normas no escritas de la repostería. Estaba tan caliente que me abrasaba la boca, pero no me importaba. Sentí que tenía el derecho de disfrutarlo en ese instante, sin esperar.

―Deberías cortar un trozo para los vecinos y llevárselo ―sugirió mi madre.

―Más tarde ―le dije, con la ligereza de quien piensa que el tiempo es infinito―. Más tarde haré un hueco y se los llevo.

Pero el «más tarde» se evaporó, como casi siempre sucede. Nos fuimos a un pueblo costero cercano y pasamos el día allí, sumidos en la belleza del paisaje y en la compañía mutua.

A la mañana siguiente, mientras nos preparábamos para otra excursión, mis padres me recordaron el pastel.

―Cuando regresemos, sacaré un tiempecito y los visitaré ―les prometí, sin darle demasiada importancia.

Nos subimos al coche, y al pasar por la casa de los vecinos, vi a Tom subido en su tractor-podadora, cuidando su jardín con la misma dedicación de siempre. Le saludé con la mano y él me devolvió el gesto.

Al volver de nuestra escapada y entrar en casa, vi el pastel envuelto en papel aluminio. Lo miré y pensé que no era el mejor momento para visitar a los vecinos. Las visitas a Tom y Carolyn nunca eran breves; siempre había tiempo para un café, para una conversación que se extendía hasta que el tiempo dejaba de importar. Pero esa tarde, mi cansancio era más fuerte que mi buena intención.

―Lo llevaré mañana ―me dije, convencida de que habría tiempo.

A la mañana siguiente, volviendo del gimnasio, vi un coche de policía estacionado frente a la casa de los vecinos. Sentí una punzada en el estómago, pero la deseché. Mis vecinos eran muy activos en la comunidad, y pensé que tal vez estaban organizando algo para las próximas festividades del pueblo. Sin embargo, esa punzada se mantuvo, como una sombra que no desapareció durante toda la mañana.

Después de comer, la inquietud se hizo tan pesada que decidí pasar por su casa, solo para asegurarme de que todo estuviera bien. Cuando llegué, encontré a Carolyn sentada en el porche, y al verme, se levantó y sin rodeos me dijo:

―Tom murió.

Sus palabras me cayeron como una losa. Carolyn se echó a llorar, y yo la abracé, sintiendo cómo su dolor se filtraba en mi propio corazón.

―Era el amor de mi vida ―sollozó Carolyn―, mi compañero, mi mejor amigo. Fuimos inseparables desde el día en que nos conocimos… y ahora… ahora después de 68 años juntos se ha marchado para siempre.

Lloré por Carolyn, por su dolor. Lloré porque Tom jamás probaría el pastel de nuez con brandy que le habría arrancado una sonrisa. Pero, sobre todo, lloré por la culpa que me consumía, por no haber hecho tiempo para sentarme con él, para compartir un último café, para escuchar sus historias. Historias de cómo había servido durante el Conflicto de Corea, como intérprete de ruso, descifrando transmisiones de radio rusas para el ejército. Habría escuchado, una vez más, cómo ganó la Medalla de Servicio en Corea o la Medalla de Servicio de las Naciones Unidas. Lloré por no haber hecho tiempo para esas historias repetidas, esas conversaciones que parecen insignificantes… hasta que ya no son posibles.

Lloré porque había dejado que la vida me engañara, haciéndome creer que siempre habría un «más tarde».

Tom había dejado todo en orden: el césped perfectamente podado, un aire acondicionado instalado en su habitación la tarde anterior, los platos de la cena lavados, y había preparado el café que ambos habían disfrutado sentados en el porche, viendo el atardecer. La muerte lo había encontrado absolutamente vivo a sus 91 años.

El martes es su funeral. Y mientras cancelo todas mis reuniones de trabajo para ese día, solo ahora entiendo cuánto nos complicamos la vida para encontrar un momento con ese abuelo, esa abuela, con tus padres o con ese amigo. Un momento para un simple café entre semana, para levantar el teléfono y decirles que los quieres, para sentarse en el porche a conversar sobre nada y todo al mismo tiempo. Es irónico cómo postergamos esos momentos, creyendo que siempre habrá un «después». Y entonces, la vida nos obliga a hacer espacio para las despedidas definitivas, esas que nos dejan un vacío irremediable, cuando ya no hay vuelta atrás.

Si hay alguien importante en tu vida, con quien has estado postergando una conversación, un «te quiero» o un «perdón», tal vez hoy sea el día. No esperes a que el tiempo se detenga, a que el «más tarde» se desvanezca. Porque a veces, casi sin que lo notemos, el «más tarde» se transforma en un silencio definitivo, en un «nunca» que se instala en lo más profundo, en el corazón del corazón, ocupando con dolor el espacio que dejamos vacío y pudriendo en nuestra conciencia esa rebanada de pastel que nunca compartimos.

Imagen cortesía de la autora