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El día que mi vecina dejo de darle de comer a los pájaros

 

«No sé qué voy a hacer con mi vida, pero de momento he dejado de darles de comer a los pájaros.»

Esa fue la frase que mi vecina Carolyn, una mujer de más de 80 años, me soltó hace unos días. Lo dijo con una sonrisa ligera, como quien cuenta que se le acabó la leche para el café. Pero a mí me dejó helada. ¿Por qué dejaría de alimentar a los pájaros, si su marido adoraba verlos revolotear por el jardín? Lo primero que pensé fue: Está enfadada con la vida, está perdiendo la bondad, y se ha desquitado con los pobres pájaros.

Carolyn perdió a su compañero de vida hace unas semanas. No fue una muerte dramática, ni mucho menos. El buen hombre de 91 años se fue mientras dormía, en calma, tal como había vivido los últimos años de su vida. Sin embargo, su ausencia resuena en cada rincón de la casa para Carolyn. Su marido amaba alimentar a los pájaros. Tenía comederos repartidos por toda la propiedad y solía pasar las tardes sentado en el porche, observando cómo gorriones, colibrís y cardenales venían a comer. Era uno de esos pequeños placeres de su rutina, y no podía entender cómo Carolyn, de repente, había dejado de hacerlo.

Desde que su marido murió, paso regularmente a visitarla para ver cómo está. Hasta ese día, no había dado señales visibles de depresión. La veía trabajando en su jardín, sonriendo, bromeando, siempre moviéndose, como si nada pudiera pararla. La veía tan serena que llegué a pensar que había aceptado como una campeona su nueva vida de viuda.

Ella y su marido tenían una rutina bien establecida: cada noviembre empacaban su casa móvil y se iban al sur de Florida a pasar el invierno. Aquí, en la costa noreste de Estados Unidos, los inviernos son brutales. Fue justo cuando hablábamos sobre el clima que compartió sus planes.

—Este año no me voy —dijo, con esa sonrisa que flotaba en su cara, pero que, de repente, parecía estar más lejos de su corazón—. Ese capítulo está cerrado. Las aventuras invernales en Florida se fueron con mi marido. Ahora me toca abrir un capítulo nuevo.

—¿Y qué tienes pensado hacer? —le pregunté, intentando sonar casual, pero sabiendo que estaba metiendo el dedo en la llaga.

—No sé qué voy a hacer con mi vida —respondió, encogiéndose de hombros como quien acepta que los próximos meses van a ser muy duros—, pero de momento he dejado de darles de comer a los pájaros —dijo, esbozando una sonrisa.

En ese momento, las alarmas se encendieron en mi cabeza. La perdimos, pensé. Está empezando a desconectarse de la realidad. Está enfadada con la vida y quiere sacar el dolor contra alguien, y ha empezado desquitándose con los pobres pájaros. Intentando no sonar alarmada, seguí indagando.

—¿Por qué? ¿No te gustan los pajaritos? ¿O es porque te recuerdan a tu marido? —le pregunté, buscando alguna señal de su duelo que justificara la presunta venganza aviar.

—Nada de eso, boba —dijo mientras me daba un pequeño golpe en el brazo—. Si les sigo dando de comer, no migran. Se quedan aquí, creyendo que siempre habrá comida, y cuando llegue el invierno, los matará.

Me reí aliviada, y minutos más tarde me despedí. Pero mientras caminaba rumbo a mi casa, sus palabras me acompañaron, rondando en mi cabeza: «Si les sigo dando de comer, no migrarán y el invierno los matará.» Y entonces, lo entendí todo.

Somos como los pájaros. Nos quedamos en trabajos que no nos llenan, en relaciones que han dejado de florecer, en rutinas que nos mantienen vivos, pero no nos permiten soñar.

Nos quedamos esperando esas migajas que caen de vez en cuando, esas pequeñas dosis de comodidad que nos hacen sentir seguros, aunque sea por un rato. Creemos que con eso basta, que es mejor no arriesgar, no movernos del sitio que conocemos. Nos conformamos con lo poco, pensando que la estabilidad es lo más valioso que podemos obtener. Pero al quedarnos, al aceptar lo que nos llega sin cuestionarlo, estamos renunciando a lo más esencial: la posibilidad de volar. De buscar lo que nos mueve, lo que hace que el corazón lata con fuerza.

Nos negamos el impulso de migrar hacia donde nuestra alma podría expandirse, donde nuestros sueños podrían florecer.

Nunca nos enseñaron a vernos como lo que realmente somos: inmensos, valiosos, capaces. Nos criaron bajo la lógica de «más vale pájaro en mano que ciento volando». Nos dijeron que la vida es lo que te toca, que hay que conformarse, que la seguridad es la única brújula válida. Pero esa es la gran mentira que nos mantiene atrapados. No se trata de conformarse con las migajas, de aceptar el destino con resignación. Merecemos mucho más que eso. Merecemos volar alto, perseguir lo que nos llena de vida, lo que hace que cada día tenga sentido. Porque tarde o temprano, el invierno llega para todos.

Y cuando ese invierno nos alcance, si no hemos aprendido a volar, nos encontrará inmóviles, atrapados en el miedo y el conformismo. Nos sorprenderá sin alas, habiendo olvidado cómo extenderlas para buscar ese calor que nos hizo sentir, alguna vez, verdaderamente vivos.

Al final, el verdadero fracaso no es caer o equivocarse. El verdadero fracaso es quedarnos en el mismo lugar, creyendo que la vida es lo que se nos da, cuando siempre estuvo en nuestras manos tomar más, ir más allá.

Si no volamos, si no buscamos lo que nos hace vibrar, llegará el día en que el frío de la rutina, de lo conocido, se apoderará de nosotros, y ese frío no solo congelará nuestros sueños. Nos congelará el alma.

Imagen cortesía de la autora