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Ana Paula habría estado feliz al ver cómo me esmero en educarle el paladar a Teo, ya de dieciséis años de edad. Así como mi mamá era mi fan y fue la única persona que leyó todos mis libros publicados (hasta que murió hace diez años), así mi nieto Teo es el único incauto que ha visto la serie completa de 31 programas de televisión conducidos por mí, titulada “Sabores de Chiapas”.

En uno de ellos aparezco, con mandil y todo, preparando una enorme cabeza de res en Villaflores, aplicándole con la mano sal marina, una pasta de especias y envolviéndola en hierba santa, luego en hojas de plátano y finalmente en un costal de yute para meterla en un horno de leña. En la siguiente escena saco la cabeza (de la res) del horno, la desenvuelvo y con un tenedor le extraigo un ojo, lo pongo en una tabla y lo corto de manera adecuada para colocarlo enseguida en una tortilla, le agrego su salsa y me lo como ante la cámara. Esta era la secuencia favorita de Teo, la vio muchas veces cuando era niño. (Otra es cuando aparezco realmente dormido en una hamaca, no recuerdo dónde, y el camarógrafo me filmó, obviamente sin que yo me enterara).

Pues aproveché la pasión de Teo por los desatinos de su abuelo para entusiasmarlo con la promesa de hacerle unos tacos de ojo, que por supuesto le cumplí (contra la opinión de Silvia, a quien no le gusta más que el cachete, y eso con hambre). En el mercado López Mateos de Cuernavaca compré media cabeza y como eran unos tres kilos de carne, los dividí en tres partes, dos las congelé y la parte con ojo y con paladar la cocí muy bien. Hice una salsa verde asimismo cocida (es la indicada para este tipo de tacos), piqué cebolla y cilantro previamente desinfectado y preparé unos tacos sensacionales. A Teo le encantó el ojo, pero no así el delicioso paladar (quizá porque esta región anatómica incluye un cartílago, que los taqueros llaman “hueso blando”, y que solo es apto para conocedores).

Como los sesos de la res los comercializan los carniceros por separado del resto de la cabeza, en otra ocasión compré y le preparé a Teo unos sesos a la manera mexicana más clásica, es decir, cocinados con cebolla, epazote y chile serrano (solo un poquito, en concesión a él). Se comió un par de tacos.

Otra vez compré un kilo de patas de pollo (patas, no piernas) y, previa preparación quitándoles la piel dura que las cubre, bien cocidas, nos las acabamos Teo y yo a lo largo de un buen rato, pues es tardado limpiar con los dientes la carnita (o más bien cartílagos y pellejitos) que envuelve a la veintena de huesos de cada pata: tarsos, metatarsos y falanges, sin contar las uñas. Cada vez que viene a la casa, Teo me pregunta, expectante: “¿Me hiciste patas, abuelo?” Con frecuencia se las tengo listas.

A Anita le daría gusto saber esto, aunque ella era un paradójico caso de excelente cocinera que no le gustaba comer de todo. Por supuesto, no probaba cabeza de res (y de los ojos y de los sesos, ni hablar).

A propósito de sus remilgos, yo le jugaba una broma: ¡qué gusto comer a tu lado! –le decía, y cuando se empezaba a inflar como pavo real, terminaba-: Pues todo dejas, y yo soy el beneficiado.

Hace unos días le compré a Teo unos guacamotes, especie delgada de camotito más parecida en sabor a la papa que al camote dulce. No les hizo muchas fiestas.

Un Domingo de Pascua, como todos los años, Silvia le escondió huevos de chocolate en el jardín, oficialmente dejados por una coneja, bonita costumbre europea para los niños, que nos llega vía Estados Unidos y que mi suegra tenía cuando Silvia era niña; mi esposa la continuó con nuestros hijos y siguió con el nieto. Ese día yo fui al mercado y, después de considerar varias opciones, decidí prepararle una pancita, que le encanta tanto a Teo como a mí: en caldillo espeso de jitomate, con aceitunas, alcaparras, papitas y chiles largos. En la comida Silvia me dio un pellizco, no tan disimulado, cuando platiqué que en las compras estaba indeciso entre la pancita y un conejo, que se veía muy fresco. No me lo llevé de pura casualidad, pues ni me acordaba qué día era.

Otra ocasión vi en el mercado a una señora que traía gallinas de rancho, ya limpias, con grandes hueveras. Una de las aves tenía a la vista, en el vientre abierto, todas las etapas de los huevos: desde un pequeño racimo con yemitas del tamaño de municiones, otras yemas como canicas y otras mayores, hasta un huevo entero con cascarón, envuelto en una gruesa piel, que era el huevo que estaba a punto de poner cuando la sacrificaron. Esa compré y la cociné estofada en salsa de jitomate y especias con gruesas rebanadas de papa, que espesaron el guisado. La cocí a fuego lento tres horas, con el vientre expuesto hacia arriba y la huevera en primer plano, y quedó deliciosa. Eso opinamos Teo y yo. Él se comió el huevo completo (previo pelado del cascarón), nos dividimos el cuerito que lo envolvía y asimismo el resto de la huevera y el pescuezo; cada quien completó con otras piezas de la gallina: Teo con una pierna y yo con el huacal, la rabadilla, el hígado y un muslo. Silvia a regañadientes se comió el otro muslo y nunca quiso reconocer que el platillo estaba excelente; podía más en su ánimo, o más bien en su desánimo, el insólito espectáculo.

*Historiador y economista.

José Iturriaga de la Fuente