(fragmentos de una memoria)
(Primera parte)
Hace ya muchos años, cuando vivía en una pequeña ciudad de la Bahía de San Francisco, California, comenzó mi historia como entrevistador a través de un encuentro fugaz con Carlos Fuentes. En esa época yo trabajaba en un cine, el Mountain View Theatre, donde por las mañanas hacía la limpieza y por las tardes-noches me convertía en proyeccionista. Un anuncio en la única librería local advertía que Carlos Fuentes daría una conferencia en la Universidad de Stanford, magnífica ocasión para ofrecer una cobertura del evento a Radio Bilingüe, donde recién había comenzado a colaborar enviando breves reportes para su Noticiero Latino.
Ese encuentro fugaz con Carlos Fuentes sucedió así: al terminar su conferencia se formó ante él una larguísima fila de caza autógrafos. Tranquilamente, me senté a esperar en la primera fila del auditorio, hasta que sólo quedaron dos o tres personas. Para el momento en tuve frente a mi a Fuentes, ya tenía preparada mi grabadora y le dije: “no busco un autógrafo, sólo quiero hacer unas preguntas para Radio Bilingüe”. Una mueca de disgusto asomó en su rostro, pero no de rechazo: “está bien, pero sólo una pregunta”, me dijo, y como yo tenía en mente la reciente aparición de su novela Cristóbal Nonato, una travesía apocalíptica hacia el desolado futuro de México. Su respuesta fue, previsiblemente, breve: “Lo que pasa con la literatura latinoamericana es que al poco tiempo las fantasías más extravagantes se nos convierten en realidad cotidiana. Algo así sucede con Cristóbal Nonato”. Confieso que ese momento lo viví sometido a un intenso nerviosismo, pero volví a casa con una sensación de satisfacción por haber vencido mi timidez y por tener en mi grabadora un testimonio que me haría ganarme unos cuántos dólares.
Sin embargo, esa historia como entrevistador estuvo a punto de interrumpirse luego de la conversación con Fernando Alegría, escritor, crítico literario y diplomático chileno. El encuentro sucedió en su residencia de exilio voluntario, en Palo Alto, California. Cuando terminamos me pidió que antes de publicarla se la mandara para que le diera el visto bueno. Eso, en ese momento, me pareció una intromisión a mi independencia como periodista, sobre todo por el tono inquisidor y exigente que usó. Me sentí tan ofendido, preguntándome si Alegría hubiera hecho lo mismo con un entrevistador conocido, y tomé la drástica decisión de no volver a hacer, jamás, entrevista alguna. No recuerdo cuánto tiempo duró esa veda, pero sí que fue un acto que no sólo tenía que ver con la exigencia de Alegría, sino que se trataba de algo más profundo, una especie de rechazo a convertirme en un preguntón profesional.
Al poco tiempo, el panorama cambió y la realidad se encargó de convencerme sobre lo pertinente que era asumirme como periodista, luego de la propuesta de trabajo que me ofreció Radio Bilingüe y que me hizo dejar a un lado mi camino de paria migrante, dispuesto a cualquier trabajo (menos volver a entrevistar a Fernando Alegría), con tal de sobrevivir. A partir de entonces comencé a buscar en esa práctica un sentido que conviviera con mi manera de ver el mundo, y con la pretenciosa intención de convertirla en una forma del arte.
No se cuántas entrevistas he realizado a lo largo de, digamos, unos cuarenta años. Pero si sé que, a partir de todos esos encuentros con seres de diversos orígenes culturales, mi vida se ha enriquecido. Lo esencial en todo esto, me queda muy claro, es el haberme asomado a un sinfín de visiones sobre este mundo vertiginoso, donde abundan los que creen tener la verdad universal. Hacer entrevistas me ha hecho convivir con seres con auras de famosos, sobre todo en el mundo de la cultura. Pero no son precisamente estos los que mejor recuerda mi memoria, sino más bien el dialogo con esos seres anónimos, que silenciosamente construyen el mundo desde los campos agrícolas, las fábricas, el activismo social, la cultura popular.
Para dar un ejemplo de esas historias que encontré en un sinfín de diálogos. a lo largo de varios años, pienso en esos hombres campesinos que formaron parte del Programa Bracero que México y Estados Unidos pactaron entre 1942 y 1964. Las innumerables conversaciones que tuve con ellos, pero también con sus esposas, sus madres, sus hijas e hijos, me revelaron una realidad donde lo injusto, pero también lo valiosos de sus experiencias, me llevaron a crear una serie radiofónica (“Yo fui bracero”*), e incontables reportajes y notas periodísticas para Radio Bilingüe. En estos testimonios se concentra una realidad poderosa que mucho tiene que ver con la injusticia, con la inmensa deuda que México y Estados Unidos tienen con estos braceros y sus familias, porque su trabajo impulsó las economías de los dos países en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Sus voces tienen una resonancia que, a su vez, nos interrogan.
(Continuará)
*https://open.spotify.com/episode/6oHqAvCwz1tCAzcwxDBuWu
Imagen cortesía del autor