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“Pero lo (la) quiero”, asumen los enamorados que no saben perder, que no pueden, que optan por la agonía de su amor propio, por la aniquilación de su futuro, como si ese amor, entendido como la primera causa de la existencia, valiera tanto que bien merece hipotecarlo todo, hasta la última gota de nuestra sangre envuelta en bolsitas. El amor romántico, por ello, se parece al capitalismo: es insaciable. Cuando eso ocurre, el corazón ya no bombea por ti, se convierte en una máquina asesina del tamaño de tu puño o en una delirante bailarina con zapatos rojos adentro de la caja de música que es nuestro cuerpo. Ignoramos que el problema es esa invención llamada alma cuyo patrón violentísimo abusa de su esclavo, ese pobre corazón que no olvida, que sangra exponencialmente, para dar gusto al banquero más poderoso de nuestros sentimientos: el amor cuya cortesía romántica destantea y se parece a los misóginos: hoy te quiero, mañana lo dudo y pasado ya no; pero dentro de tres días volveré bajo el cielo de tu codependencia hasta que ya no puedas vivir más. El amor romántico, entonces, también es desvalimiento aprendido. Además, exige nuestra desnudez, nuestra indefensión, nuestros votos de monjes obedientes. En eso el amor es peor que una iglesia o una secta que te persuade de dejar tu vida para seguir a un ser humano cualquiera. El amor de esta clase necesita fanáticos, zombis, distraídos, necios, yonkis. “Pero lo quiero”, le repite a su gurú la protagonista de Comer, rezar, amar en este diálogo de dicho best seller:

—Pero lo amo.

—Pues ámalo.

—Pero lo extraño.

—Pues extráñalo. Cada vez que pienses en él, mándale amor y luz. Después deja ir el pensamiento. Solo tienes miedo de dejar ir los últimos pedazos de David porque después de eso estarás sola. Pero eso es lo que tienes que entender. Si despejas todo el espacio en tu mente que ahora usas obsesivamente en esa persona, tendrás la perfecta vacuna, un espacio libre, una puerta. Y adivina qué traerá el universo por ahí… De pronto, mucha luz entrará.

Si quien lee este texto aún no entiende a qué nos referimos con amor romántico o por qué debemos apostar a su aniquilación, este ejemplo es bastante claro, pues la obsesión romántica es un virus, también una discapacidad que nos enferma; no sabemos dejar ir, ocupamos el pensamiento gestando absurdas fantasías, llenamos la mente con una escritura de sangre negra por antigua e imposible, con un deseo letal. Es así como entregamos el territorio, no resistimos a esa nostalgia de añorar lo que jamás ocurrió (Sabina dixit). Nos enseñaron que morir en nombre del amor romántico es heroísmo, pero es en la vida donde los sentimientos que valen la pena nos transforman. He aquí un mantra: “No todos los amores merecen ser vividos”.

*Escritora

Alma Karla Sandoval