loader image

 

Siento que traiciono a esos ancianos rudos, apenas sostenidos en pie, al decirles que no hay sentencias de Boecio ni compendios de Averroes ni tratados de lógica simbólica entre los viejos libros de esta innombrable librería. Siento que sigo traicionando a los mismos ancianos rudos cuando me piden libros de Gottlob Frege o de Saúl Kripke o de Willard Van Orman Quine y les debo decir que tampoco están, que la mayoría de los libros se me escapan, así no más, aunque posiblemente ya aparecerán. Me siento bien al venderle un Finnegans Wake a un norteamericano sorprendido, pero me siento aún mejor si luego también le vendo un Don Quijote. Soy un completo miserable si alguien me pide un libro de José Revueltas y le digo que aquí no lo hay y una hora más tarde encuentro la primera edición de Material de los sueños arrumbada al fondo de uno de los recovecos de esta librería que no sé si es sólida o inmaterial o una caída más sobre la pista resbaladiza del lenguaje. Me condeno a las llamas del infierno cuando recomiendo la lectura de una novela en detrimento de un libro de poesía, aunque luego digo: da lo mismo. Eso sí: merezco ser descoyuntado si guardo silencio ante un comentario vil proveniente de un profesor universitario o de un estudiante o de un policía o de quien carajos sea. Imagino miles de respuestas, miles de argumentos no dichos para rebatirlo y pienso en cuántas veces me he quedado callado en situaciones así o sólo he balbuceado algo sin sentido. Me siento mal cuando el novio le dice al novio que no gaste en libros tontos y el novio le responde: tú qué sabes de literatura, y de paso se olvida de comprarme el libro tonto, preocupado en discutir hostilmente con el novio durante ese apacible paseo dominical convertido en un infierno. Me aburro y me da hambre en días en los que nadie se percata de la existencia de estos libros. Me siento bien en días en los que nadie se percata de la existencia de estos libros y se puede leer tranquilamente a Edgar Artaud, “Bukowski sin mujeres”. Me siento tranquilo al venderle una novela de Marguerite Duras de tapa rosa a una adolescente que me ha pedido una novela rosa. Siento venir un profundo resentimiento pasajero al observar la cantidad de libros inocuos publicados por editoriales independientes con fondos del Estado. Siento nuevamente venir un profundo resentimiento pasajero al reparar en la cantidad de jóvenes viejos adscritos al Sistema Nacional de Creadores en una antología de la nueva novísima ultimísima culta preparadísima poesía mexicana editada por la UNAM. Me da risa el Manual de Civismo de Pierre Louÿs publicado en la colección Los Brazos de Lucas de la extinta Premià Editora. Imagino que le digo a quien lo leyere: felicidades, vaya y mastúrbese como corresponde. Hablando de Premià, la única editorial que se atrevió a publicar Estación de los desamparados de Enrique Lihn: me gustaría que continuara existiendo junto a Editorial Diógenes, que publicó Chile o muerte, y junto a Editorial Extemporáneos, que publicó El pequeño libro rojo de la escuela y La pesca de truchas en Norteamérica. Me siento un fraude cuando preguntan por libros de jazz y lo más cercano y lo más lejano que tengo es una revista donde viene una escuálida reseña sobre un disco de Albert Ayler, a quien asesinaron y luego lanzaron al East River cuando tenía 34 años. Me siento bien cuando, luego de tanto teórico literario francés, de tanto y tanta poeta cuyos textos son declaraciones de principios y no poemas, leo versos de Claudio Bertoni que dicen: “nunca se ha visto sangrar a una palabra, / nunca se ha visto comer a una palabra, / nunca se ha visto sentir sed a una palabra, / nunca se ha visto morir a una palabra.” Otras veces, en cambio, no siento nada, y pregunto: ¿quién pidió mariachis? El librero, desde el fondo del pecho.

Foto: Raúl Silva. Detalle de la Innombrable Librería.