

Hace unas semanas, Danny Sapko, a través de su canal de YouTube, tiró abajo uno de los espejismos más brillantes de Instagram: Giacomo Turra. El guitarrista italiano, que parecía desbordar talento en sus videos, fue acusado de robar solos y arreglos de otros músicos sin dar crédito, vendiendo además transcripciones como si fueran creaciones propias.
Sapko no dejó espacio para la duda: mostró comparaciones directas entre Turra y artistas como Jack Gardiner, Tom Quayle y Jacob Collier. El parecido era tan obvio que la comunidad musical no tardó en preguntarse si todo lo que admiraban no era, en realidad, un gigantesco fraude.

En cuestión de días, marcas como D’Angelico y Laney, que alguna vez apostaron por su imagen, comenzaron a borrar toda asociación con él.
La estrategia de Giacomo era tan simple como brutal: rastrear a músicos talentosos pero invisibles en YouTube, copiar sus solos nota por nota, y venderlos envueltos en la celofán de un marketing perfecto. Cuartos de colores vivos, cámaras 4K, luces de ensueño y un look cuidadosamente manufacturado. El envoltorio importaba más que el contenido. Y la fórmula funcionó: 70 mil vistas para Giacomo, contra 3 mil para los verdaderos creadores.
Pero como diría El David Aguilar, tarde que temprano a los grande muros les nacen grietas. Turra cayó cuando se atrevió a tocar en vivo en la NAMM, la convención de música más importante del planeta. Ahí, sin filtros ni ediciones, se reveló el vacío: un músico incapaz de sostener el personaje que había fabricado en internet.
Más allá de Turra, el caso nos da un bofetón incómodo: ¿Qué estamos consumiendo? ¿Música o escenografía? ¿Qué tipo de «artista» hemos fabricado cuando aplaudimos más los focos de navidad en el techo que la música que suena debajo?

El daño no fue solo a la credibilidad de un guitarrista. Fue también a los jóvenes que compraban sus partituras creyendo encontrar aprendizaje, cuando en realidad todo era humo, sin un trasfondo auténtico del cual pudieran nutrirse. Al consumir y comprar ese contenido, lo único que se fomentaba era convertirse en otro Giacomo: un periquito que repite frases sin comprender su sentido.
Fue también un golpe para las marcas que confundieron marketing con talento. Y, por supuesto, para nosotros, los consumidores, que aplaudimos sin escuchar.
Turra no cayó por robar; cayó porque, al final, sobre el escenario real, no tenía nada que decir. No había música, solo una vitrina de luces que terminó incendiándose.
