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Comer pan es un privilegio compartido por la humanidad durante más de tres mil años. La historia detrás de este importante producto y su consumo hace palidecer las cronologías más precisas y se hunde hasta lo que puede denominarse: el ámbito de la experiencia cotidiana.

Precisamente como experiencia que remonta los datos y los vestigios históricos, el pan se constituye en comunión vital trabada entre los hombres. Ya sea sobre la mesa o en una piedra en medio de un camino, el pan implica un trabajo preciso, intencional de un hombre en favor de otro hombre y, en estos términos, es siempre expresión de una comunidad que desafía los estrechos bordes del objeto mercantil.

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Cuando las hábiles manos del panadero dan forma al pan —a través de una diversidad de ingredientes— tiene siempre en mente el gusto de aquél a quien el pan está dirigido. Digamos que el oficio del panadero es realización de lo intersubjetivo, de tal modo, el producto del trabajo del panadero será incorporado por un miembro de su comunidad inmediata, la multiplicidad de ingredientes es dominada por el arte del maestro panadero, para unificarse en el cuerpo de quien lo consume. Se trata, como puede verse, de un dispositivo ontológico que opera desde el corazón de nuestras comunidades. No es casual que las palabras del gran maestro recurran a la riqueza cultural del pan para definirse: ego sum panis vitae.

Por otra parte, en su dimensión estética, el sabor y la presentación de cada pieza de pan son el orgullo del maestro panadero que, día a día, intenta perfeccionar su arte para otorgar un mejor servicio. En este sentido, el universo social que gira en torno al pan se materializa en una experiencia que enriquece al hombre, no solamente desde el punto de vista nutrimental, sino también estético y espiritual: el olor del pan recién horneado, la ternura del halago del cliente ante un buen sabor, la fuerza de la costumbre que nos orilla a buscar el mismo pan, son elementos intersubjetivos que todos reconocemos y que dan cuenta de una dialéctica que se traba entre quien elabora el pan, el pan mismo y quien lo consume. Se trata de una tensión que desafía toda explicación teorética y que lleva la síntesis a una de sus máximas expresiones vitales: el otro, a través del pan, se convierte en uno mismo.

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Por si fuera poco, durante la temporada de muertos, el pan se convierte en un puente, potenciando sus cualidades, uniendo a los vivos a través de la memoria de sus muertos, como una ofrenda que les da vida y que desafía los límites de la muerte.

Todas estas son experiencias asociadas con el pan y que pueden explorarse en sus distintas dimensiones intersubjetivas. Cabe señalar que el interés en torno a la problemática surge desde la experiencia misma, después de pertenecer a una familia entregada al oficio y el arte de la panadería durante tres generaciones, lo cual es un motivo que nos llena de orgullo.

En estas líneas se une la voluntad de padre e hijo, del trabajo compartido después de miles de horas en la elaboración del pan, el calor del horno, la dureza del trabajo y la satisfacción del éxito obtenido, pues la nobleza de nuestro esfuerzo ha conformado, poco a poco, lo que somos y el producto de nuestro trabajo ahora vive en los otros.

Así pues, como panaderos, a través de nuestro oficio, buscamos manifestar los bordes y las densidades de una experiencia intersubjetiva, que tantas veces hemos compartido y que, sin lugar a dudas, seguiremos compartiendo a partir de la elaboración del pan.

* Nahuatlato, Profesor de tiempo completo en el Colegio de Morelos.

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José Manuel