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Que la cultura tiene el poder de transformarlo todo es una aseveración petulante. Las instituciones culturales se topan con los límites de la realidad más allá de las buenas intenciones y los deseos. Las revoluciones son esencialmente culturales si lo que se proponen es la transformación de las consciencias para cambiar las reglas del juego y los paradigmas en el ejercicio del poder público. El país y en Morelos vivimos una batalla cultural, algunos desde el oficialismo, otros a la periferia, y las y los más desde la decepción, y el desaliento: los que llegaron, dicen de la nueva administración cultural estatal, con lo mismo: incompetentes, presuntuosos, aislacionistas, centralistas, y muy sobrados de sí.

Durante casi dos décadas de servicio público he sido testigo que la cortedad y pretensiones de esas miradas solo provoca el despilfarro y el descrédito de las instituciones culturales, especialmente de las de orden municipal y estatal. Las políticas culturales caprichosas, el modelo cultural de cuates solo desgasta el capital que de inicio posee toda administración cultural. En Morelos lo sabemos, porque lo hemos vivido y lo padecemos.

La cultura de paz conlleva y entrama que el Estado disponga de todos sus recursos económicos y en especie, interinstitucionales y transversales orientados a brindar atención más a la justicia social que al desarrollo cultural. Son dos cosas diferentes, inseparables, sí, pero diferentes: la primera supone poner al alcance de todas las personas y poblaciones que históricamente han sido vulnerables aquellos aspectos que contribuyan a su desarrollo pleno, es decir, la garantía de protección de sus derechos humanos; el desarrollo cultural por su parte es el resultado de una verdadera política cultural de Estado.

Dadas las cosas, los usos y costumbres del sistema político que no cambia demasiado en sus prácticas, es necesario que quienes formamos parte del ecosistema cultural en principio, verdaderamente nos dispongamos a analizar el modelo cultural en sus contradicciones: la disputa por los cargos públicos, el arrebato por ser apoyado o considerado en los esquemas de lo que presupone el poder de la cultura, sus cortes sus grupos de favoritos y favorecidos, porque sí. ¿Todos somos disidentes hasta que nos mandan llamar?

Lo cierto es que las y los morelenses nos merecemos que quienes ocupen la titularidad de las diversas instituciones culturales del gobierno estatal y de los ayuntamientos sean personas competentes, con experiencia y probada reputación dentro del sector que estén a la altura de las circunstancias políticas, sociales y culturales por las que atraviesa el país.

La fiesta de la democracia no puede renunciar a la necesaria crítica. El rezago cultural no puede dar lugar a la improvisación o a la ocurrencia caprichosa. No hay tiempo, ni recursos, pero tampoco paciencia. El naufragio cultural de Morelos se corresponde con un desánimo que ha calado hondo en quienes se dedican a las artes y a la promoción cultural. No sin razones, desde hace por lo menos una década existe una percepción que desdeña el gigantismo del aparato estatal y municipal, dado sus costos y sus nimios resultados.

Los daños provocados por el gobierno de Cuauhtémoc Blanco están a vista de todos. Es insostenible su protección, defensa y encubrimiento. Cuauhtémoc es un ejemplo de la impunidad del pacto patriarcal, ese poder que protege al poder en un sistema político que se niega a morir, el de la corrupción que justifica en los propios lo que se criticó siempre en los otros. ¿Quién en su sano juicio tiene duda sobre un violentador que ha sido denunciado por su esposa y hermana? El exgobernagol de Morelos ha sido siempre fiel a su apellido, bravo de identidad salvaje. Sobran los testimonios de gente allegada sobre su temperamental forma de conducirse.

Vergonzosa la postura de la mayoría de la fracción parlamentaria de Morena frente al caso. Ese es, precisamente, el México que ya no queremos, el de las complicidades, por el que muchas personas dejaron de votar por el PRD y el PAN como falsas alternativas. El PRI, como siempre, fue fiel a su tradición, pactar en el beneficio de la obscuridad.

Ayer, como partido, Morena quebró aún más su discurso moral, fortaleciendo aquella narrativa de que cuando se lo proponen no solo son iguales a quienes les preceden, sino peores. Nada le beneficia tanto al movimiento como la autocrítica. Desde ahí me inscribo.

No hay estrategia politica que se justifique virtuosa si en sus fines y en sus medios reivindica la estulticia al recurrir a lo peor de la tradición política, darle la espalda a la realidad y asumir que se tiene la razón para apoyar a un cobarde, el peor gobernador de Morelos, por cierto. Y miren que la disputa es cerrada.

El deterioro en la calidad de vida de las y los morelenses está marcado por una severa crisis de las instituciones de los tres poderes, resultado de una multiplicidad de fenómenos y eventos sociológicos, culturales y políticos que, no queda duda, rebasan las propias capacidades de gestión y atención de los órdenes de gobierno municipal y estatal, pero también del Congreso y del Poder Judicial locales, o de órganos autónomos como la Fiscalía General del Estado de Morelos o la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Morelos, cuyos representantes, titulares y administradores están signados por la mediocridad, la vulgaridad, la corrupción y la ilegitimidad.

No existe proyecto de gobierno legítimo que no esté atravesado por un proyecto cultural. En Morelos el sector cultural ha sido testigo de innumerables fracasos en el diseño de programas sectoriales y políticas públicas en materia de cultura que han sido más ejemplo de dislate, capricho, desconocimiento y despilfarro.

La gobernadora tiene nuestra confianza, la de muchos, su ahínco por trabajar con la gente, en el teritorio, es muy notorio, y los cambios graduales para erradicar la corrupción también. Ojalá que todo su gabinete le acompañe en su misión. A mi, Cultura me parece que no.

Y ustedes ya saben qué opino. Si no es cultural, no es transformación

Gustavo Yitzaac Garibay