La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) expresó su gran preocupación por la reciente reforma constitucional en México relacionada con el Poder Judicial al señalar que: «… una reforma constitucional de esta envergadura debe conducirse en el marco de un diálogo amplio, debidamente informado y participativo y que active, de buena fe, los mecanismos institucionales de participación ciudadana. Ello, con el fin de que los cambios que se adopten fortalezcan el respeto y garantía de los derechos humanos» (CIDH, 2024). Efectivamente, la reforma aprobada por el Poder Revisor de la Constitución dispone, en términos generales, la renovación de las autoridades judiciales y la elección popular de jueces, magistrados y ministros entre 2025 y 2027.
La publicación de esa reforma paradójicamente coincidió con la celebración del Día Internacional de la Democracia el pasado 15 de septiembre –que nos recuerda la importancia de los principios democráticos y la necesidad de protegerlos-, la cual ha suscitado una serie de inquietudes al poner en riesgo esos principios. La reforma prevé cambios significativos en la estructura del sistema judicial del país, que merman la autonomía e imparcialidad de los órganos jurisdiccionales y que podrían ser el inicio de formas cada vez menos democráticas y más autoritarias de gobernanza.
El tránsito de un sistema democrático a uno autocrático no ocurre de forma abrupta; es un proceso gradual que puede ser impulsado por reformas, que en principio parecen inofensivas o incluso necesarias. La reforma al Poder Judicial argumentativamente surge como respuesta a problemas de impunidad y corrupción, sin embargo, es un hecho que genera riesgos significativos, por lo que la CIDH ha señalado que “… las consideraciones políticas podrían superponerse a los méritos objetivos en la selección de personas juzgadoras, y advirtió los riesgos en la estabilidad del cargo, así como afectaciones a la autonomía administrativa y disciplinaria de la judicatura”. La elección popular de jueces posibilita que ellas y ellos puedan estar sujetos a presiones políticas y sociales, lo que podría comprometer su imparcialidad, aunado a la falta de un proceso de selección basado en el mérito y el riesgo de la influencia de factores externos ajenos a la actividad jurisdiccional.
El desvío hacia el autoritarismo es especialmente preocupante, medidas como la de los «jueces sin rostro» para casos de delincuencia organizada y la creación de un Tribunal de Disciplina Judicial, por ejemplo, apuntan a un control directo del poder judicial. Este tipo de reformas erosionan gradualmente a las instituciones democráticas y debilitan los mecanismos de control y balance de poder. En sistemas autocráticos, la rendición de cuentas y la transparencia tienden a desvanecerse, dan pie al abuso de poder y a la violación de los derechos fundamentales de las personas, ponen en riesgo la seguridad jurídica y la estabilidad del Estado de Derecho.
Las reformas que no cumplen con los estándares internacionales en materia de derechos humanos suelen tener graves consecuencias para la protección de los derechos fundamentales. La CIDH y la Relatora Especial de la ONU han advertido sobre la incompatibilidad de la reforma con los derechos humanos y han señalado el riesgo de que consideraciones políticas prevalezcan sobre criterios objetivos en la selección de jueces: «… el acceso a un poder judicial independiente e imparcial es un derecho humano esencial” (Margaret Satterthwaite, Relatora de Naciones Unidas, ONU).
El artículo 1º de la Constitución General, a partir de la reconocida reforma de 2011 en materia de derechos humanos, establece que esa Constitución y los tratados internacionales ratificados por México son ley suprema, sin embargo, la reforma judicial contraviene varios instrumentos internacionales, entre los que destacan: la Convención Americana sobre Derechos Humanos que en su artículo 8 reconoce la independencia judicial y el derecho a un tribunal imparcial; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que en sus artículos 14 y 25 aseguran el debido proceso y la independencia del Poder Judicial y la Convención contra la Corrupción de las Naciones Unidas que subraya la importancia de un sistema judicial autónomo para evitar la manipulación política, entre otros.
Este fenómeno no es exclusivo de México, sino que refleja una tendencia más amplia en la que los valores democráticos están siendo erosionados por medidas, que en apariencia buscan fortalecer el sistema, pero que en el fondo tienen el potencial para socavar la esencia misma de la democracia. Para contrarrestar esta tendencia, es crucial que los procesos de reforma se lleven a cabo con un compromiso genuino con la transparencia, la participación ciudadana y los estándares internacionales de derechos humanos. Los sistemas judiciales deben ser reforzados, no debilitados y las reformas deben ser evaluadas con un ojo crítico para evitar que se conviertan en instrumentos de control autoritario. La defensa de los principios democráticos requiere un esfuerzo constante para asegurar que la democracia siga como valor central de la buena gobernanza y la división de poderes.
El proceso de reforma judicial en México plantea retos cruciales para el futuro de la democracia. Si bien existe una necesidad urgente de combatir la impunidad y la corrupción, es fundamental que las reformas tengan una visión que fortalezca la justicia en su integralidad, sin poner en riesgo los principios democráticos. Los sistemas judiciales no pueden ser instrumentos para concentrar poder o debilitar el Estado de Derecho. Proteger los valores democráticos implica no solo resistir la tentación del autoritarismo, sino también asegurar que las reformas promuevan un sistema más justo, equitativo y transparente, donde los derechos humanos y la justicia prevalezcan en beneficio de las y los mexicanos.
*Profesor universitario y especialista en derechos humanos