

Toda simulación requiere cómplices en cualquier plano en el que se enuncie. Martin Luther King decía que el poder del mal se concentra en el hecho de que los hombres buenos no hacen nada para enfrentarlo. Lo peor sobreviene cuando la jauría se convierte en horda, Jünger dixit, y la indignación se va del lado de lo inadmisible. Por ejemplo, Milei comentando que asuntos como la inclusión, el feminismo, la migración, las demandas LGTBI son cosas del pasado, de hecho, luchas culpables del atraso de las naciones, por eso deben erradicarse. Ver para creer como ver para creer las reacciones conservadoras, la crítica desinformada y los nacionalismos tenebrosos ante el filme del director francés, Jacques Audiard, “Emilia Pérez”.
Primero, un musical satírico es un género que en este caso posibilita hablar del presente de un país que no ha podido hacer nada por sí mismo a causa de encontrarse de rodillas ante el poder del narco. Desde la época de las caravanas por la Paz, Justicia y Dignidad, desde los intentos de Nuestra Aparente Rendición, la derrota de los hombres y las mujeres buenas se hizo patente en medio de un acuerdo tácito de normalización del crimen, silencio necesario para sobrevivir y miradas desviadas ante un conjunto de realidades macabras floreciendo sin parar en nuestro paisaje forense. En México, desde hace mucho, ya no se trata de la zombificación necropolítica de quienes antes considerábamos ciudadanos o el aturdimiento vía trauma de nuestra población que ha soportado, admitido, dejado pasar lo que sea. No, va mucho más allá. La cultura del narco permea nociones de vida, recoloca lo valores en escalas imposibles, tergiversa, propone dilemas éticos que en verdad no lo son porque arrinconan la vida humana ante el poder de la muerte protagonizada precisamente por quienes ganan: los que matan más y mejor. En ese horizonte resulta cada vez más complejo hablar de éticas y estéticas.

Hablo de una atmósfera nublada, de un ambiente ciego a la justicia que se incomoda con la verdad. Cuando un artista, un pensador se atreve a contarla con procedimientos únicos, quiero decir, de una manera poco reconocida globalmente, resulta un escándalo porque las protagonistas ni son mexicanas, no hablan como nosotros, así que mienten sobre nuestra realidad, la exageran, la deforman (lo que hace precisamente la sátira). De hecho, los mucho menos informados protestan en las cadenas de cines porque si estos son garantía de calidad, deberían devolverles el dinero. El rechazo, por eso, no proviene de una discusión sobre la calidad del filme, sino que se deriva de prejuicios. El no poder con el hecho de que una actriz trans, Karla Sofía Gascón, sea la voz cantante y sonante de una historia cuya potencia recae en el hecho de que en esta república todo es posible. No es sólo el dictado de la Santa Muerte o la santificación de un narcotraficante, sino que el mensaje es claro: el dinero como Dios invencible compra lo que sea; vector, eje de nuestro deseo, oxígeno de nuestro imaginario consumista, amo y señor, el dinero trama junto con una sus fieles servidoras, la muerte cualquier historia posible. Cualquiera, hasta que un narco quiera ser mujer, lo logre y dentro de la piel de ese sujeto político quiera redimirse.
Se critica, por ende, que cuando el narco de la película pasa a ser una activista con ONG quien apoya a las familias de los desaparecidos, en automático se convierte en una buena persona. No es así. De hecho, el hombre de adentro resurge en los momentos más complicados. Esa otra tesis: la imposibilidad de negar nuestra historia, de ver que la identidad sí está determinada en gran medida por nuestro pasado, además de nuestras emociones, sobresale en un guion de dimensiones que homenajean a cineastas como Fellini, Almodóvar, Visconti, Buñuel en medio de una dirección artística atinada en cuanto a la escenografía. De ahí que me pregunte por qué a Iñárritu no se lo lincharon con su atrevida Bardo, subtitulado como “una falsa crónica de unas cuantas verdades” y a Jacques Audiard lo quieren quemar vivo por atreverse a rodar una película sobre México fuera de esta geografía sin entender que ese distanciamiento es una de las fortalezas de “Emilia Pérez”.
Un elemento del que poco se habla es que esta película está basada en la novela Écoute de Boris Razon y que es a partir de esos índices que trabaja Audiard conformando un musical en cuatro partes que destaca por la actuación de Selena Gómez en el papel de su vida por la fuerza escénica que logra transmitir, por la tragedia que el personaje atraviesa y sus maneras de enfrentar tal destino. De tal suerte que no podemos hablar de una dirección pobre, sin ambición, sin crítica aguda, tanto, que incomoda, que no permite permanecer incólume.
Caso aparte es la brillante banda sonora de Camille Clément Ducol con letras que se fincan en una denuncia valiente que reconoce la verdad más allá del estereotipo sin renunciar en algunas piezas a la ternura, a una poética del aquí y el ahora demostrando que lo bueno crece junto con lo malo. Más allá de los premios, de la crítica dividida, del renacimiento internacional, “Emilia Pérez” implica la canonización satírica de un infierno donde es posible vivir mediante la amnesia, la mirada desviada, el desvalimiento aprendido de una sociedad que necesita de las voces y el arte de otras latitudes para no conformar, de nuevo, el coro existencial de los olvidados de siempre, de nosotros, a lo Abel Quezada, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos.

*Escritora
