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Yara Nakahanda Monteiro*

1

Mi primera memoria es un árbol; la segunda, una ola. Sin sombra, vuelo por entre las raíces que sostienen el fondo del mar. No existo antes de aquel momento, ni existo más allá de él. Son imágenes que irrumpen mis ensoñaciones y atemorizan mi dormir.

De cuando en cuando aflora el aroma intenso a leche ácida. A él se junta el gusto a sudor salado que sobrevive en mi lengua. Una parte de mí se reconforta con estas sensaciones. La otra se intranquiliza con el vacío de que nada más que esto sea cuanto guardo como recuerdo de mi madre. La verdad más íntima es no poder reclamarla como mía. Lo sé. Rosa Chitula, mi madre, más que a mí, amó a Angola, y por ella combatió. Me llamo Vitória Queiroz da Fonseca. Soy mujer. Soy negra.

2

La primogénita de Elisa Valente Pacheco Queiroz da Fonseca y António Queiroz da Fonseca nació el treinta y uno de marzo de mil novecientos cuarenta y cuatro. En honor de las madres de sus abuelos, la bautizaron con el nombre de Rosa Chitula.

De fuerte personalidad, mi madre siempre fue contraria a la disciplina. La rebeldía la había expulsado del Colegio de las Madres, en Silva Porto. El abuelo António sabía que la hija era cabeza dura y, para su desagrado, no le gustaban la vida casera ni los quehaceres domésticos. Mientras más el abuelo trataba de enclaustrarla, más ella se rebelaba. Hasta que desistió.

Para tener vigilada a mi madre, en sus idas al cafetal, a la granja o a la tienda, comenzó a llevarla consigo. En estos momentos compartidos se acercaron y se hicieron cómplices. 

Poco a poco, el abuelo comenzó a confiar a la hija pequeñas responsabilidades en la administración de sus negocios. Pasado algún tiempo, mi madre ya orientaba a los trabajadores nativos. António consideraba que los nativos, más que respeto a la hija, tenían miedo del arma que Rosa no se cohibía de mostrar. Las ropas que usaba y el pelo recogido debajo del sombrero le robaban la delicadeza de las facciones del rostro. Mi madre parecía un robusto joven mestizo, y confundía hasta a su padre.
El tiempo fue pasando y afirmando al abuelo que la decisión de involucrar a la hija en los quehaceres de la hacienda había sido sabia. O por lo menos fue eso lo que creyó hasta los inicios de la década de los sesenta, cuando los tiempos comenzaron a ser de ideas e ideales radicales.
En Luanda, algunos grupos instigaban a la población nativa a crear una revuelta urbana. A pesar de las tentativas iniciales del gobierno central para acallar los rumores, estos corrieron más rápido que gacelas por todo el país. El abuelo António se consideraba asimilado y, por sobre todo, portugués. Veía el estallido del nacionalismo como una jugarreta insidiosa contra la serenidad colonial. No obstante, se quedaba pasmado ante la actitud de Portugal: se había lavado las manos. Le parecía que no sabían cómo resolver la gran maka que se había formado.
Mi madre, Rosa, siempre había tenido un espíritu libre y de rechazo a la opresión. Su rebeldía contra el colonialismo comenzó a agudizarse a medida que la radio y los periódicos iban dejando de ignorar los saqueos desordenados, las violaciones, los raptos y el aumento de la tensión entre blancos y negros.
La familia comía cuando mi madre comenzó por desafiar al padre sobre el pago de los salarios a los nativos:

—¿Quiénes son los negros que están con esas ideas comunistas? —gritó el abuelo António con aspecto amenazador y dando un puñetazo en la mesa.
La conversación se dio por terminada allí mismo, pero fue suficiente para que el abuelo pasara a estar ojo avizor.

Porque quien busca siempre encuentra, bastó un paso corto, pero seguro, para que el abuelo António llegara a la verdad. Salió de su rutina y, sin avisar a nadie, decidió quedarse una mañana en casa. Debajo del colchón de la hija encontró panfletos. Después de mostrarlos a la abuela y de culparla por los malos principios de Rosa, los destruyó. Le pareció mejor evitar la disputa y no dijo nada a la hija.
Es verdad que el amor nos vuelve siempre un poco miopes. El abuelo António ignoró el comportamiento de la hija hasta el momento en que se volvió habladuría en las mesas del club:

—Todavía no hicieron nada porque es su hija, pero va a llegar el día en que no tendrán más remedio —lo alertaron.
Convertido como estaba el problema doméstico en vergüenza pública, mi madre comenzó a ser vigilada por Caculeto, el fiel adjunto del abuelo. Ya era tarde.

El sábado de esa misma semana, el abuelo António estaba terminando su pirão con tortulhos en el despacho, cuando Caculeto llamó a la puerta para hablar con el patrón. Debajo del brazo traía lo que parecía ser un periódico. Por la agitación del empleado, el abuelo António advirtió la seriedad y la urgencia del asunto. Dejó los cubiertos y lo hizo entrar. Caculeto, con miedo de entregar sin más preámbulos el periódico al patrón, permaneció a la puerta. Abrió el periódico en la página ocho y, con nerviosismo, leyó el título escrito en letras grandes: “Manifestación pacífica contra el régimen colonial”.
Iba a comenzar a narrar el reportaje cuando el abuelo se levantó y exigió:

—¡Dame acá eso, que yo sé leer! —vociferó.

El choque disoció el raciocinio del patriarca. Debajo del encabezado de la noticia había una fotografía de la manifestación. Mi madre, su hija, se encontraba en la primera fila de la protesta y empuñaba una pancarta con la frase: “Angola para los angolanos”.
“La hija del asimilado usada como bandera de la revuelta”, reconoció el abuelo. La deslealtad lo cegó. Todavía no había llegado al portal de la casa y ya iba con el cinturón de los pantalones en la mano.
La abuela y las tías trataron de impedirlo.
Mi madre desapareció el mismo día de la golpiza. No regresó nunca más, y el abuelo no fue en busca de ella.
Pasados algunos meses, estalló la guerra colonial. La resistencia urbana ya había logrado diseminar milicias por todo el país, y comenzó la barbarie entre los negros y los mestizos: se separaban las cabezas de los cuerpos, se abrían los vientres de las mujeres y se mutilaba a los niños. Masacraban a quien no quisiera sumarse a la revuelta.
Antes del inicio de la estación de las lluvias, nuestra familia, junto con los empleados de la casa, huyó de Silva Porto. Detrás quedaron las plantaciones ardiendo, los animales sueltos y lo que no se pudo llevar.

En cuanto llegaron a Nova Lisboa, hoy ciudad de Huambo, el abuelo António se reunió con el gobernador, hacendados y comerciantes asimilados. La opinión era unánime: la mecha de la guerra ya había sido encendida. Temían todos por su vida y por el patrimonio. Ya habían comenzado a partir familias enteras de Luanda hacia Lisboa. Aun así, el abuelo António creyó que la buena ventura estaría de su lado y decidió continuar con las tiendas y los camiones que siempre había tenido en Nova Lisboa.

Hizo de la desgracia de la vida una oportunidad. Trabajaba con los dos lados del conflicto político, y así pretendía continuar mientras la providencia salvaguardara su secreto. El color del medio lo había colocado en un mundo intermedio. Para unos, no era suficientemente negro, y para otros necesitaba aclarar la piel. Veneraba a los portugueses y toleraba a los otros. Blancos y negros lo saludaban.

*Yara Nakahanda Monteiro, escritora portuguesa nacida en Angola. Emiliano Becerril nos comparte un adelanto de Esa chica buena onda (en traducción de Rodolfo Alpízar), libro que saldrá este año en Elefanta Editorial.

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