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Desde mi primer viaje a Campeche, hace unos sesenta años, cuando fui en coche hasta Puerto Juárez (eufemismo aplicado al entonces desolado caserío frente a Isla Mujeres), comí de manera deliciosa en la hermosa ciudad amurallada. (¿Qué salvaje e ignorante político destruyó buena parte de la muralla para hacer “obras viales”? Si aún vive, debería desollársele, ponerle sal y colgarlo de… un torreón).

Aquella visita inicial y varias más durante mis años de primera juventud, comí en el restorán “Miramar”, llamado así porque se hallaba en una vieja casona colonial en esquina justo frente al mar, en la avenida costera de entonces. Unas cinco memorables ocasiones degusté allí un pámpano a la mantequilla con ajos, pescado maravilloso, de fina carne blanca, sin espinas ni escamas. La última ocasión debe haber sido hace casi cuatro décadas y luego le perdí la pista al distinguido lugar. Muchas veces he vuelto a Campeche y siempre preguntaba por el “Miramar”, algunos años con la esperanza de hallar al desaparecido sitio, después con una nostalgia resignada, a la espera de la consabida respuesta negativa. Ya nadie lo recordaba. Sucedió que los sucesivos gobiernos campechanos le fueron “robando” tierras al mar y así las aguas oceánicas se han alejado unas tres o cuatro cuadras de aquella primitiva calle costera y ahora las delimita un nuevo malecón, por cierto bellamente arreglado para poder caminar, correr o andar en bicicleta a lo largo de varios kilómetros.

Pues volví una vez más a Campeche, invitado a presentar en la Feria del Libro que organiza la Universidad del estado, mis memorias Confieso que he comido.

En lugar de desayunar en el hotel, me fui al mercado central y allí disfruté un tamal de puerco, una torta de “lechón tostado”, exquisita, y tres taquitos de cochinita pibil. Este lechón es primo del yucateco “al horno”; pedí mi torta con varios trocitos extra de piel doradita, para que a cada bocado le tocara. Presencié la aparición de algo que podría convertirse en una “nueva tradición”, valga el aparente contrasentido: en todos los puestos donde venden tortas también hay la opción de “trancas”, es decir que en vez de un pan blanco se corta media baguette y así resulta una torta de mayor tamaño. Rematé con una maravillosa agua de marañón. No todos recuerdan que este exótico y delicioso fruto tiene uno como sombrerito curvo que no es otra cosa que la nuez de la India o cashew, en inglés.

Después visité el museo “Casa Número 6”, con su mobiliario antiguo, volví a ver el Fuerte de San Miguel, resguardo poniente del puerto, con su museografía renovada y formidables piezas de Kalakmul, y la Catedral.

Hacia mediodía me lancé en un taxi a Lerma, nada más para comer en “La Uva” un delicioso coctel campechano (por supuesto: de camarón con ostión), que estuvo rico, sólo que no había ese camaroncito miniatura que es característico de Campeche. Le quedó perfecto una pequeña dosis de salsa de chile habanero con limón hecha en casa. Dos Montejos heladas hicieron su parte, para asentar el coctel.

Luego seguí al Fuerte de San José, que protegía a la ciudad por el oriente, hoy sencillo museo marino pero interesante, y continué al precioso templo de San Francisquito, con sus retablos barrocos en plena y acertada restauración.

Y cuando conversaba con un taxista acerca de mis remembranzas juveniles y mencioné al desaparecido restorán “Miramar”, que doy un salto al escuchar: -No desapareció, todavía existe y en el lugar de siempre… pero ya no es lo mismo. -¡No importa, lléveme por favor!

En efecto, me dejó en la esquina tantos años añorada, muy cercana a la Puerta de Mar: mi conocida casona virreinal, pero que ya no “mira al mar”, pues ahora le queda a unas cuadras de distancia. Entré. El mismo ambiente vetusto, estoy seguro que incluso las mismas mesas de siempre. Estaba yo feliz, era como haber realizado un sueño; como quiera que me fuera en términos gastronómicos, nadie me quitaría el enorme gusto de haber encontrado un lugar que estaba idealizado en mi mente, cual paraíso perdido que de pronto se me aparecía como por arte de magia. Fue una experiencia maravillosa.

Había mi pámpano a la mantequilla con ajos, aunque ciertamente, como me dijo el taxista, ya no era lo mismo. No abundo en todos los detalles. Es como volver a ver, años después, a una novia que fue bellísima y ahora está obesa y arrugada, de mal humor y desarreglada.

De cualquier manera, salí feliz, aunque jamás regrese a ese lugar. Fue un regalo, en todo caso. Así es la vida, las cosas cambian, pero nuestro ánimo no debe hacerlo.

Una de las presentadoras de mi libro fue María Eugenia del Río, agradabilísima chef, propietaria del clásico “Casa Vieja” en pleno parque central del puerto, en un segundo piso desde donde luce majestuosa la Catedral.

Me sentí muy satisfecho cuando María Eugenia leyó su texto a raíz de mis confesiones glotónicas. Me gustó cuando dijo: “El aporte que este libro me hizo fue el permitirme recordar con emoción la cocina de mi madre y de mis abuelas, mi propio camino gastronómico. En una charla interna fui recordando los olores, sabores y escenas de la vida familiar…”

Después del evento, nos invitó a cenar a su restorán una pierna de cerdo “claveteada” que ella misma preparó; estaba mechada con clavos, ajos y otros secretos, y un gravy sensacional. Además de la buena cocina y portentosa vista, el “Casa Vieja” tiene una atractiva decoración debida a la propia Maruja.

*Historiador

José Iturriaga de la Fuente