Nuestro silencio es un mandato. Es más fácil que se rompa en coro. Las mujeres no nos atrevemos a denunciar si estamos solas o si nos avergüenza lo que nos hicieron, de todas maneras, nos echarán la culpa. Otra razón para callar es el miedo y como toda pasión natural, este puede ser un dique o un escudo. Muchos depredadores amenazan con lastimar a las personas que más quieren sus víctimas: hijos, padres, incluso mascotas. También las convencen, con ayuda del mundo, de que “nadie te va creer”. Agreguemos el tiempo, el riesgo, el desgaste que implica escrachar en un país como México, una nación desmemoriada, machista, con gente dispuesta defender primero a un hombre que a una mujer. La prueba es cómo los equipos forenses levantan los cadáveres de sexo femenino, rápido, sin miramientos; y el cuidado, la dedicación, con que retiran de escenas del crimen los cuerpos de los hombres.
Se ha dicho hasta el cansancio que la cifra tétrica de feminicidios al día cuenta con la complicidad de una sociedad aterrada (en algunos casos) o decidida a callar para no meterse en problemas. Es decir, por la buena o por la mala los crímenes siguen perpetrándose en nuestro territorio donde todo es posible. “México mágico”, le dijo a Saskia Niño de Rivera “El Bart”, sicario que disparó en contra de Ciro Gómez Leyva. Quiero pensar que el asesino a sueldo se refería a un México con extraños poderes sobrenaturales donde no existe la realidad sino la “verdad” inventada por las narrativas de los señores de la muerte.
Dicho cuento no sólo es guion de vida en el espacio público. En el privado se impone a costa de maltratos, humillaciones, gritos, golpes y demás bajezas naturalizadas porque para eso se casa una mujer: para pertenecerle a alguien que, mínimo, la controla y, máximo, la mata. La gradación del violentómetro es pan de cada día en los hogares mexicanos. Si bien no en todos rebasa las golpizas, sospecho que los verdaderos porcentajes de la violencia intrafamiliar no los conocemos porque la variable del silencio sigue siendo determinante. Sabemos que, de diez mujeres, ocho afirman haber sufrido algún tipo de violencia en el noviazgo o en el matrimonio. El otro dos por ciento calla. Así que no resulta exagerado decir que todas las mujeres son violentadas cuando sostienen una relación heteropatriarcal y/o heterormada (incluyendo las relaciones de mujeres con mujeres patriarcalizadas). De ahí que el mito del amor romántico y el terror que se les infunde a las féminas para que no vivan solas, para que la pareja sea el fin más importante de sus vidas, su único destino posible, además de ser madres y así cuando él se vaya con otra al menos se quedan con un hijo, sean las verdaderas tramas permitidas en la construcción de la subjetividad de la mujer entendida como mujer y no como un ser raro, extraño, sin cabida en la sociedad, sin posibilidad de ser aceptada, amada, aplaudida por aguantarse todo, por alinearse a un sistema que le hace lo mismo a todas. Sí, ya dije a todas. Quienes lo nieguen sosteniendo que son felices, muy, pero muy dichosas, lo sienten así porque no se dan cuenta de la injusticia de la que son objeto, ni qué tan normalizada tienen la violencia soft o explícita, el inmenso amor a sus cadenas.
Por más #MeToo, por más marchas, por más matrimonios bien avenidos que se presuman, el género es violento. Su construcción es desigual desde la escenografía de la escena médica donde se pronuncia. Las mujeres no tienen escapatoria. Su silencio sigue siendo una de las armas más poderosas del patriarcado. Incluso las quijotescas deben resignarse a vivir en la opresión, sin libertades, o decidirse a comprarlas por su precio. Un costo altísimo, infinitamente superior al que pagan los hombres. Para empezar porque ellos cuentan con la ayuda de otra mujer que sí, los ama; que sí, se entrega; que sí es fiel; que sí, deja todo en su nombre, un ser dispuesto a sacrificarse en aras de la unión conyugal, a no recibir pago por el trabajo doméstico extenuante que realiza, por la crianza, los cuidados, por la responsabilidad sobre los hombros de un hogar como yugo, como armatoste de tortura que se disfraza de “nido de amor”.
Rosario Castellanos lo dijo muy bien en Lección de cocina, ese brillante texto donde una recién casada descubre que no sabe freír un filete o cómo guisarlo con suficiencia y, reflexionando, descubre que esa carne es de ella misma, es su cuerpo que las convenciones sociales, los mandatos, las tradiciones, freirán sin compasión.
Incluso las mujeres emancipadas, las que rompimos cadenas y no aceptamos vivir en cautiverios, las sin amo, sin partido, sin esposo, sin patrón; las radicales felices que no nos drogamos para no depender de nada, mucho menos de una sustancia o una idea, del alcohol o el reconocimiento… Nosotras, las que muchas veces hemos dicho ¡basta!, seguimos enfrentando la violencia simbólica de hombres que nunca pensamos capaces de ello. Por ende, nos demoramos en reaccionar pensando los alcances de más denuncias. En eso estoy, buscando la manera, el tiempo, midiendo las consecuencias de dar nombres y apellidos de esos señores dizque blancos privilegiados que han venido a tratar de cortar o lastimar nuestras alas, ¿con qué objeto? Para que ninguna dé ejemplo de que otra vida es posible, de que la plenitud se da en solitario porque la autonomía, donde la paz reina, no requiere de nadie que nos reste oxígeno. Por si fuera poco, entiendo que, si no denuncio, ellos seguirán maltratando a otras tal vez menos fuertes, con menos o recursos, pero también a las que, siendo dínamos, sufren la réplica de la misoginia que no perdona, que sigue hiriéndonos, callándonos.