

El reciente descubrimiento de un campo de reclutamiento y exterminio en Jalisco –un rancho donde operaban crematorios clandestinos y se hallaron evidencia de restos humanos– ha sacudido a México. Familias de desaparecidos y la sociedad en general claman por respuestas ante este macabro hallazgo que evidencia la crueldad del crimen organizado y la impunidad con que ha operado para desaparecer y asesinar a miles de mexicanos. Sin embargo, la reacción de la presidenta Claudia Sheinbaum frente a esta atrocidad ha resultado, cuando menos, desconcertante; dejando atrás los esfuerzos en la investigación exhaustiva de los hechos y la búsqueda de justicia para las víctimas, ha decidido enfocar su atención en algo muy distinto: desacreditar y “exponer” a quienes critican en redes sociales los resultados en materia de seguridad de su administración y la de su antecesor.
En su conferencia mañanera, la Dra. Sheinbaum restó importancia a las denuncias sobre el campo de exterminio insistiendo en que había que “esperar información basada en evidencia científica” antes de sacar conclusiones, insinuando una supuesta “campaña negra” orquestada en Twitter (ahora X) para desprestigiar a su gobierno a raíz de este caso. La mandataria expuso un “análisis” en donde según sus datos, la oposición política destinó 20 millones de pesos en solo cuatro días para inflar tendencias negativas con bots y cuentas falsas en redes. Denunció etiquetas como “#NarcoPresidenta” y “#LutoNacional” relacionadas con los hechos de Teuchitlán, afirmando que se trató de una conversación “intoxicada” artificialmente para generar indignación contra ella y contra López Obrador.

El objetivo de esta estrategia es claro: si la indignación popular que se manifestó en redes tras el hallazgo del rancho Izaguirre no es genuina sino producto de “bots” pagados, entonces el gobierno puede minimizarla y descalificarla, al sembrar la idea de que quienes critican los resultados en materia de seguridad “no son personas reales”, el oficialismo pretende restarle legitimidad al descontento social. Se dibuja así un escenario cómodo para el poder: cualquier tendencia negativa, no refleja el sentimiento auténtico de la ciudadanía, sino que se trata de una supuesta conspiración de adversarios políticos.
Esto permite a la administración federal evadir la autocrítica y las exigencias de cambio, encapsulando la conversación en un marco de teoría conspirativa donde el gobierno es víctima de una “guerra sucia” y no asume la responsabilidad de las fallas en materia de seguridad. En vez de reconocer la gravedad del problema, un centro de exterminio funcionando quién sabe desde cuándo, descubierto no por las autoridades sino por un colectivo de familiares buscadores, la narrativa oficial opta por matar al mensajero: culpar a la difusión de la noticia y a las reacciones adversas, tachándolas de campaña de desinformación.
No es la primera vez que vemos tácticas así, desviar la atención pública de una crisis de seguridad mediante el control narrativo es un recurso al que han recurrido otros gobiernos, con diversos matices. En Venezuela, por ejemplo, el chavismo lleva años atribuyendo la violencia y el caos interno a complots extranjeros y “campañas mediáticas” en su contra. Cuando la delincuencia y la escasez alcanzaron niveles críticos, Nicolás Maduro respondió culpando a supuestos ejes internacionales (Miami, Bogotá, Madrid) de promover un “odio” propagandístico para desestabilizar su régimen. Así, en plena emergencia social, el discurso oficial venezolano hablaba más de una conspiración de la prensa global que de soluciones concretas a la inseguridad.
Incluso en democracias más consolidadas hemos visto líderes usando estrategias parecidas, Donald Trump, durante su primer presidencia en Estados Unidos, respondía a menudo a las críticas y protestas masivas alegando que eran movimientos artificiales financiados por sus rivales. Al etiquetar las protestas legítimas como protestas pagadas, buscó restarles credibilidad y neutralizar su impacto político. Se trata, en esencia, de la misma lógica que hoy aplica el gobierno de México: si el mensaje te incomoda, cuestiona la autenticidad del mensajero.

Ahora bien, ¿qué implicaciones políticas tiene este tipo de maniobras de control narrativo? En primer lugar, erosionan la confianza pública, un gobierno que antepone las teorías de conspiración a la aceptación de la realidad envía el mensaje de que no está dispuesto a rendir cuentas. La administración de la Dra. Sheinbaum, al encasillar prácticamente cualquier crítica como parte de una campaña pagada, niega la legitimidad del dolor y el miedo de la ciudadanía. Las familias de desaparecidos que expresan su frustración ante la inoperancia oficial, los activistas que denuncian la constante violencia, o simplemente los ciudadanos indignados al enterarse de los crematorios clandestinos, pueden sentirse doblemente agraviados: por un lado, son víctimas (directas o indirectas) de la inseguridad, y por otro se les insinúa que su clamor es manipulado o falso.
Esta narrativa polariza el debate público, pues los simpatizantes del gobierno adoptan la idea de que toda denuncia incómoda es parte de una guerra sucia, mientras que los críticos perciben un cinismo absoluto del poder, en vez de puentes de diálogo, se levantan trincheras: unos ven “bots” financiados en cada hashtag crítico, otros ven un gobierno que prefiere cazar fantasmas en Twitter antes que enfrentar a los criminales en las calles.
La decisión de la presidenta Sheinbaum de enfocarse más en combatir narrativas que en combatir a los delincuentes responsables de los miles de homicidios que se presentan mes con mes, sienta un precedente preocupante, es comprensible que cualquier gobierno quiera defender su imagen, más aún frente a posibles campañas de desinformación. Pero cuando esa obsesión por la imagen lleva a minimizar o negar la legitimidad de un justo reclamo social, se cruza una línea peligrosa. México vive una crisis de seguridad profunda, que no se resolverá silenciando, ridiculizando o “exponiendo” a los críticos, sino enfrentando las causas de la violencia con seriedad y transparencia. Mientras el gobierno destina energías y recursos a descubrir quién tuitea contra la 4T, ¿quién investiga a los responsables de las fosas y crematorios clandestinos? La narrativa oficial podrá intentar convencer de que todo es un complot de adversarios, pero los hechos sangrientos están ahí, imponentes. Ignorarlos o distraerse de ellos no los hará desaparecer. Al contrario, solo incrementa la brecha entre la realidad que vive el ciudadano común y la “realidad” que el poder pretende proyectar.
*Universidad Autónoma del Estado de México

Fuente: Imagen generada con IA.