Crónica de un desempleado brillante
En el mundo de la discapacidad existe algo conocido como discapacidad invisible. Por ejemplo: trastornos de depresión o ansiedad severa, esquizofrenia, psicosis, y condiciones que van y vienen, como la esclerosis múltiple, que puede de manera repentina paralizar a alguien. Mi amigo Greg vive una forma de discapacidad invisible y es fundamental darle la visibilidad que merece.
Conocí a Greg de manera inusual. Los dos estudiábamos en la universidad, en el estado de Massachusetts. Nos encontramos en el comedor. Él se estaba sirviendo un vaso de té y yo en ese entonces me dejaba llevar casi enteramente por la intuición. Desde mi silla de ruedas motorizada le toqué la espalda con el dedo y le dije «no me conoces pero somos mejores amigos”. En ese entonces Greg estudiaba dirección de teatro. Me gustó su trabajo, su manera de dirigir a los actores, con la más mínima interferencia, y le propuse que dirigiera mi obra de teatro de tesis. Recorrí el pueblo de Northampton, valiéndome de mi silla de ruedas motorizada, navegando entre los peligros y placeres de habitar un pueblo accesible por primera vez. Cada que lo hacía la experiencia vivida se transformaba en una escena dentro de mi obra de teatro disolviendo el límite entre la ficción y la realidad.
Al vivir ese éxtasis de cruzar la calle solito, de subirme a un bus accesible, sentí que había entrado en un sueño donde todos eran personajes de una obra de teatro. Veía arcoíris por todas partes, en los baños y en las tazas de café, pues en mi pueblo natal de Tepoztlán nunca había cruzado la calle de manera independiente. Él era un espectador silencioso de esos viajes, su perspectiva era mucho más pragmática: «Ekiwah, piensas que eres muy independiente pero por poco chocas contra un coche, te desorientas con facilidad, no sabes dónde está la derecha y donde la izquierda”.
La obra concluyó cuando yo no llegué al ensayo, la fantasía de vivir en un pueblo accesible me consumió por completo. Greg, frustrado y esperándome, terminó bailando en una silla de ruedas vacía. Ahora vivo en Amatlán y él sigue en Massachusetts, pero la libertad que encontré en ese pueblo ha forjado la confianza con la que me desplazo. Desde entonces nuestra colaboración ha continuado y la escena de mi ausencia se repite: Greg baila en mi silla de ruedas vacía, porque muchas veces no logro llegar a tiempo a los horarios y las fechas límites de nuestra colaboración. Vivo consumido por el instante y a él lo consume lo contrario: las fechas precisas, el orden, la organización, los detalles. Pero, a pesar de nuestras diferencias, seguimos colaborando. Nos une la amistad, nuestras convicciones estéticas y nuestras discapacidades. Yo me muevo en una silla de ruedas y Greg tiene una silla de ruedas invisible, cuyos mecanismos son difíciles de determinar: TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo).
Antes de conocer a Greg, creía que alguien con TOC era una persona que se lavaba muchas veces las manos y revisaba continuamente los candados de la puerta. Ahora me doy cuenta de que las compulsiones, los ritos, la obsesión no siempre se manifiestan de maneras obvias. Pueden acontecer en el pensamiento, en las ideas fijas, en la quimérica y dolorosa búsqueda de que una tarea, incluso abstracta y académica, se realice de manera perfecta. En cada uno de sus empleos sus obsesiones lo han fatigado, jugando en su contra. Lo despiden o se va.
Greg ha estudiado teología en un programa prestigioso, ha bailado con unas medias en performance y se ha presentado para la princesa Anne de Inglaterra. Ha trabajado en varias compañías de Marketing digital, ha montado obras de teatro desde que estudiaba la prepa hasta la actualidad. Dirigió programas de radio para inspirar a los adultos mayores. Sin embargo, a pesar de esa multitud de experiencias y talentos, Greg sigue siendo un desempleado brillante. Otra cosa que no le ayuda es su deuda estudiantil en la universidad. Cuando Greg ingresó no venía del extranjero ni era suficientemente pobre para obtener una beca completa, pero su familia tampoco tenía el dinero para que él se pudiera entregar al estudio sin preocupaciones financieras. Por lo tanto al terminar de estudiar Greg quedó sumido hasta el cuello en esa deuda. Tal situación le acontece a miles de estudiantes de clase media en Estados Unidos y es una de las mayores enfermedades culturales, que refleja la capacidad del capitalismo para convertir en castigo el hecho de estudiar.
A eso se suma su ser artista, un impulso que no obedece los estándares externos del éxito ni a las demandas monetarias del mercado. Su obsesión lo lleva a pensar que los sobres que tiene que darle a su jefe de ventas deben forzosamente ser grandes y amarillos, su cuarto se desborda en el desorden pero en realidad la idea que lo asalta es el miedo a no ordenarlo bien. Cuando consigue una maestría en performance, y a pesar de diversos elogios, no puede comenzar su tesis porque lo paraliza el miedo a no elegir la frase perfecta. Pero en nuestra colaboración, a pesar de los grandes obstáculos, yo sé que su obsesión no limita su creatividad. No tengo nada que perder si checa mi página web 100 veces para diseñarla. El resultado incluso tiene mucho que ganar desde esa minuciosidad.
Su generosidad y genialidad es uno de los motores que actualmente impulsa el contenido digital y performático de mi trabajo. Si se atora, sé que la traba es momentánea y que tarde o temprano fluirá. Su condición no lo define enteramente y tal paciencia es la que sería necesaria al trabajar con alguien con una discapacidad invisible. El comprende los límites con los que vivo a raíz de mi silla de ruedas y yo los suyos. Ese límite no es inmutable, ni el mismo cada vez. No obstaculiza la creatividad. La impulsa. Tal colaboración lleva a pensar en un tema muchísimo más amplio: Los derechos jurídicos, las adaptaciones, el esfuerzo que debemos hacer para darle un lugar justo a todos aquellos que tienen una discapacidad invisible.
Aún dentro de la comunidad con discapacidad hay quienes dicen: “si alguien tiene problemas emocionales que tome pastillas y vaya al psicólogo, pero que no le llame discapacidad”. Sin embargo, tal postura no toma en cuenta que hay límites contundentes que no se eliminan con un medicamento ni con unas cuantas sesiones con el psicólogo. Las virtudes de alguien con una discapacidad invisible pueden ser muchas y todos nos merecemos crear una sociedad donde sean plenamente aprovechadas.
Foto: cortesía del autor.