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Hace unos días en la ciudad de Lefkos en Grecia, me paseé por un bazar que estaba dividido por categorías y pasillos: En uno había vasijas viejas, en otra ropa, en otros cubiertos, y en el último y al fondo había uno que decía tecnología. Al llegar a ese pasillo no pude evitar que me invadiera la nostalgia que corresponde a mi edad. Entre las cosas que había ahí estaban: máquinas de escribir, consolas de juego, una polaroid, un discman, una vhs, y un iPod primera generación.

Supongo que muchas de esos objetos ya están considerados como antigüedades en el mundo actual, es más tengo las sospecha que inclusive las generaciones que ahora son jóvenes adolescentes podrían desconocer algunos de ellos al punto de no saber cómo encender una consola, o sacar una foto en una polaroid.

De entre las cosas que se mostraban en ese pasillo, instantáneamente me sedujo la idea de comprar tres artefactos en particular: la polaroid, el discman, y una consola de juego; el Nintendo 64.

Pregunté al dependiente por la polaroid, y me dijo que ya estaba apartada, el discman estaba libre y el Nintendo 64 también, pero ahí había un problema técnico, para poder escuchar el discman o usar el Nintendo había que adquirir discos compactos CD y cartuchos, y no era tarea fácil, estando ambos al colapso del deterioro del tiempo, y el olvido. Así que salí de esa tienda sin nada, y con una infinita desazón en el pecho. Me dije a mi mismo que mejor hubiera sido no haber entrado.

Después me puse a pensar en por qué me había dejado llevar de manera casi pasional a comprar aquellas cosas, la respuesta sencilla y más fácil era que esas tres cosas tenían que ver y estaban ligadas a mi adolescencia, una de las etapas más felices de mi vida, pero ¡No era sólo eso!

Había más en ello, en realidad tenía que ver más con mi necesidad urgente por regresar a través de las máquinas toscas a un tiempo donde uno podía concentrarse en el momento, en donde uno tenía una relación más profunda con la tecnología, porque no era fácil, porque no era inmediato.

Ahora te explico, esas cosas, la polaroid, el N64 y el discman, eran de las pocas y quizá de las últimas cosas que habían tenido un valor sentimental en mi vida más allá de su uso funcional, y ese valor residía en que eran finitas, y por tanto especiales, ponte a pensar, hoy en día tenemos millones de fotos guardadas en nuestro celular, millones y millones y todas ellas son inútiles, cientos de fotos idénticas que rara vez vemos, y que están guardadas en una nube a la que abonamos unos pesos al mes para nunca visitarla, ¿no te parece imbécil? En realidad, esas fotos no son tan importantes, porque si lo fueran ya la hubiéramos impreso y colgado en la pared, estaríamos orgullosos.

Las polaroids te otorgaban diez fotos por cartucho, había que pensar la foto, una buena era casi un milagro, un Cd (de los de antes del mp3) contenían 74 minutos, había que pensar qué cabía ahí y qué no. Cuántas bandas de rock no tuvieron discusiones acaloradas por decidir que canción incluían y cual quedaba fuera, muchas se perfeccionaban porque sabían que no cabían todas en esos 74 minutos, las canciones, así como las fotos eran pensadas y no vomitadas como hoy día.

Yo no lo sé quizá me estoy volviendo viejo y ya no sé bailar a este ritmo vertiginoso en el que se vive actualmente, estoy harto de sacarle foto a todo que a la vez es nada, de descargar mil canciones, pero no saber la historia de la banda, de no tener un folleto cuidadosamente curado con las fotos de los músicos.

Necesito con urgencia volver a las pocas oportunidades, a las diez fotos por cartucho sabiendo que por lo menos una buena que me haga sentir orgulloso tiene que salir de ahí, a los 74 minutos por disco porque sabré que en ese tiempo limitado los músicos darán lo mejor de sí, y que reconozca que lo justo y lo poco que pase por ese embudo de selección será valioso, como lo fueron esos objetos en mi adolescencia.

Me parece que estamos viviendo en una época de coleccionistas imbéciles. En una época en que tenemos todo y a la vez nada.