Un día como el de ayer domingo, la tarde-noche del 24 de noviembre de 1924 abrió sus puertas la panadería “La Fama” en mi natal San Juan Coscomatepec de Bravo, Veracruz. Esa tarde se presentaba la primera función de un circo que se había asentado por unas semanas en esos lares. Por la mañana Gilberto Castro y su hijo Joaquín habían recibido la licencia número 14 de la Junta de Administración Civil para vender alimentos, y pensaron que era oportuno inaugurar su fábrica de pan a la hora de la salida de los asistentes al circo. Era lunes como hoy , justo el día de “plaza” que convocaba -y convoca aún- a todos los alrededores a comerciar sus productos. Los pregones y el trueque, además de los servicios religiosos reunían a las centenas de pobladores y visitantes. Los fríos de noviembre en la región montañosa y las horas de la noche, antojarían un aromático café de las matas de los huertos familiares o un espumoso chocolate de metate también de producción casera, en donde “sopearían” una pieza de pan recién salida de los hornos de leña de encino de la flamante panadería.
No se puede asegurar a ciencia cierta cuál era el circo que se presentó, que por cierto anunció a su público la apertura de la panadería siendo el primer comercial publicitario del inicio de un emprendimiento centenario. La tradición oral sugiere que puede que se trate del Circo Orrín que tuvo entre su elenco al actor Ricardo Bell, cómico favorito de Don Porfirio cuentan los cronistas quince años antes, y que frecuentaba la región de Veracruz por esos tiempos. También puede que se trate del Circo Atayde en sus giras nacionales después de haber vuelto de un exilio forzado por el estallido de la Revolución Mexicana. Esta empresa fue fundada en el siglo XIX según documentos y crónicas por Aurelio Atayde después de formar parte del mayor circo del mundo el Ringling Bros. and Barnum & Bailey. El Atayde tuvo su debut en Mazatlán, Sinaloa en 1888. También aparecen en las crónicas los circos Olímpico, Fantástico y el Tolín entre otras menciones.
La primera opción puede ser la más sólida: en los tiempos del presidente Díaz se emprendió la construcción de un trenecito de vía angosta que uniría las ciudades de Córdoba con Xalapa bordeando por la ruta del café las faldas de las altas montañas. La irrupción de la lucha armada en 1910 suspendió la obra y sólo alcanzó a llegar a Cosco, y aunque se le conocía como “El Huatusquito” nunca llegó a Huatusco poblado cercano a las haciendas de la familia de José Yves Limantour, secretario financiero de Díaz y terrateniente que quiso llevar su tren hasta las puertas de sus fincas. No lo logró. Renunció y viajó con el dictador en el navío portugués Ypiranga con destino final a París, Francia.
En esos años locos, los veintes sólo existían hornos en casas familiares que surtían de a poco panes a las familias “sanjuaneras”. Por lo pequeña de la población, no había como tal panaderías formales por lo que “La Fama” sin saberlo inauguraría una pequeña y hoy mediana industria cuya calidad la han certificado todos los pueblos vecinos y algunos visitantes mas distantes que acuden a San Juan Coscomatepec a llenar cajas de cartón con decenas de piezas, de joyas hechas pan que se deshacen, se derriten en la boca. Por la calidad de sus ingredientes su tiempo de vida es más prolongado que cualquier pan común pero nunca pan corriente.
Hoy mismo a este Pueblo Mágico, donde antes “no había ladrones” como diría Rulfo, encaramado en las Altas Montañas que rodean al Pico de Orizaba -su centinela- le visitan cientos de turistas y comerciantes que casi como obligación acuden a “La Fama” a degustar ahí mismo un panecillo atendiendo la recomendación de quienes ya los han probado mientras les surten cuantiosos pedidos para llevar.
Elaboradas con ingredientes propios de la región como la canela y los huevos de rancho así como la mantequilla y la leche de los establos cercanos; el agua helada del deshielo del volcán y las cargas de leña de los encinos que rodean las faldas de los cientos de cerros de los alrededores son la materia prima de las artesanías de “La Fama” y de otros locales multiplicados hoy como los panes de Jesús el Nazareno.
Las familias Castro-Domínguez-Garnica-García no han descansado un solo día de producir manjares de harina, azúcar, huevos, miel y requesón vueltas maravillas aún con las ausencias en la dolorosa partida de algunos miembros de esas familias en estos cien años. Para el goce de muchos se llevan pan para los bautizos, las primeras comuniones, los cumpleaños o las bodas; en el otro extremo prácticamente todos los velorios del pueblo sirven café y pan para soportar la pena y la vigilia. No existen salones funerarios. Nuestras casas han servido de velatorios desde siempre. Hasta allá llegamos vivos y muertos quienes no vivimos en el pueblo para pasar el dolor con olor a incienso, café y pan. Vino de mora y puros de tabaco local complementan el desvelo.
La fama de la centenaria “La Fama” ha contado con la aprobación de chicos y grandes. Cuando chico –nací a escasos cien metros de sus hornos de leña- cada verano o navidades los chilangos visitábamos a la parentela. La costumbre era desayunar y merendar ( le dicen “beber”. “¿Ya bebiste?”, ya merendaste o cenaste quieren decir) con pan de la Fama. Marquesotes y panqués, hojarascas y natas espléndidas, acompañados muchas veces con atole de moras, abundantes en los matorrales de la región llegaban a diario a nuestra mesa.
Mi tía Clara, una de las hermanas y hermanos de mi madre -fueron trece -era la cariñosa custodia de los sobrinos en vacaciones. Cuando requería atender a su numerosa clientela en su bonetería nos pedía a los niños ir a la panadería a ver si Consuelo, su hermana tenía una ramita de “tenmeacá”. La ingenuidad de esos años nos impedía saber el significado de la frase. Mi madrina “Choma” entendía el cifrado mensaje y nos proporcionaba unos pequeños utensilios para hacer galletas de diversas formas justo en las mesas de los panaderos. De inmediato se nos olvidaba el “tenmeacá”, razón de la visita a la panadería y nos convertíamos en “panaderitos” hacendosos desesperados por comernos el resultado de nuestro “trabajo”.
El pueblo está encaramado en la montaña así que unas casas quedan arriba y otras abajo nada es horizontal exactamente. La bonetería era la casa de abajo; la casona, la casa de arriba y la panadería bueno esa era “La Fama” que estaba aún mas abajo que las casas y la plaza central de abajo pero más arriba que medio pueblo que a pesar de estar arriba siempre habría que subir y bajar para llegar a la loma de la panadería. ¿Dificil? No, no lo era en ese tiempo donde escasamente pasaban vehículos y se jugaba futbol en calles empedradas con medios tiempos arriba y medios tiempos hacia abajo. Las lluvias frecuentes formaban cascadas en cada calle del pueblo que entonces no eran más que una decena de manzanas urbanas antes de encontrarse en verdes potreros por todos lados. Salvar las aguas en caída era también un deporte de barquitos de papel.
En esos cuesta arriba el despacho de la panadería estaba en alto y para llegar a los hornos debías bajar tres niveles por un pasillo amplio por el cual como tobogán nos deslizábamos metidos en canastos de pan vacíos que servían para trasladar pedidos de pan a otras villas, pueblos y conventos cercanos. En medio se hallaban pequeñas bodegas de harina y azúcar que nos servían de montañas escalables ante la penetrante mirada de gatos de todos colores alertas para ahuyentar la presencia de ratones y alimañas en esos costales blancos, listos para ser usados en la factura de alimentos y golosinas. Limpieza e higiene natural y montañas de azúcar para escalar sin romper un solo saco. Blancos como la nieve del volcán Citlaltépetl o la espumas de las olas de Boca del Río. Nieve de montaña, y olas y palmeras prácticamente a un par de horas según elegimos un destino. Arriba la montaña más alta de nuestro país, el Citlaltépetl o Pico de Orizaba. Abajo el primer puerto de México. Sólo Veracruz es bello dicen los jarochos “chovinistas”.
“La Fama” tenía una peculiar manera de surtir a sus clientes: tres o cuatro dependientes colocaban un modesto papel de estraza sobre el mostrador y preguntaban qué llevarían. Ahí empezaba una letanía de nombres de panes que se iban recolectando en ese papel. Después de diez o doce menciones (un pambazo, una quesadilla, dos cocoles, un conejo, una negrita, tres magdalenas ) la dependiente hacía las sumas y con un movimiento mágico hacía a un torniquete al papel por los extremos para lograr un atado o contenedor a modo de bolsa que permitía llevar el pan a las mesas la mayoría humildes, satisfechas por lo económico de ese banquete de harina. Para no incrementar los costos no se proporcionaban bolsas que sólo servirían para llevarse su pan una sola ocasión. La calidad y el precio justo eran y son las divisas de la panadería centenaria.
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El cronista más ilustre de mi pueblo fue el profesor Jesús Domínguez Rosas, hermano de mi madre la maestra Rosario; y hermano también de la arquitecta de la mediana empresa local que ha sido la panadería de mi madrina “Choma”. Co-autor -con Manuel Michaus- de uno de los libros fundadores de la Editorial Trillas, “El Galano Arte de Leer”, Don Jesús compiló las costumbres, la historia y las leyendas de San Juan Coscomatepec. Dedicó un capítulo exclusivo a la panadería local y enumeró las decenas de nombres que llevan los panes del lugar en “El Encanto Apacible de mi Tierra”, regalo editorial de Don Francisco Trillas Mercader, amigo entrañable de mi tío “Chucho” y para sus colegas el editor más importante del México moderno.
A propósito del centenario de la constitución como ciudad en el año 2003 de Coscomatepec, un grupo de ciudadanos nos dimos a la tarea de organizar diversas actividades. Haciendo estas tareas, la fotógrafa Susana Casarin ideó producir para su portafolios un trabajo sobre las panaderías que elaboran su pan en horno no de gas u otro combustible si- no la leña de los alrededores de esos pueblos. Lo tituló “Humo de Leña” y versó sobre varios pueblos veracruzanos, Coscomatepec, Xico, Tlacotalpan y Naolinco que producen pan con leña. Apoyaron para su edición el gobernador Miguel Alemán y su señora esposa Christiane Magnani. También el rector Víctor Arredondo de la Universidad Veracruzana y Leticia Perlasca del Instituto Veracruzano de Cultura. El libro se presentó en la Casa del Tiempo de la UAM, nuestra casa. Susana y yo somos egresados de la flamante cincuentenaria Universidad Autónoma Metropolitana. El libro fue prologado por Jaime Moreno Villarreal, también profesor de nuestra Alma Mater. La presentación la hicieron los periodistas Miguel Ángel Granados Chapa y Federico Reyes Heroles. A diferencia de los tradicionales cocteles de librerías el menú no fue con base en baratos vinos tintos y blancos ni bocadillos fríos. Llevamos café de Coscomatepec y obviamente pan de “La Fama”. Éxito total. Al fin los chilangos probaron un excelso pan de pueblo auténtico, producido en hornos de piedra alimentados por encino de la sierra.
*Director General de Factor D Consultores
Imágenes cortesía del autor