El ejercicio del poder político lleva en sus entrañas un cáncer que al mismo tiempo que lo carcome lo seduce. Y contamina a todo el sistema político, como todo cáncer la causa que lo origina, invariablemente, es desconocida, solo se conocen sus manifestaciones. En el caso que nos ocupa se manifiesta por ingobernabilidad incurable, progresiva y terminal.
Citare un ejemplo, cuando el fascismo fue derrotado en 1947 (dígase el poder político de Hitler, Mussolini o Franco) solo dos escritores Albert Camus y Thomas Mann pudieron entender que la guerra que los derrotó, el fascismo no fue vencido. Hoy en día vemos como resurge con nuevas ideas y disfrazado de populismos de izquierda o de derecha.
Por sus acciones pueden reconocerse. Hoy vemos como crecen en el mundo y, desde luego, en nuestro país, políticas del resentimiento que instalan el miedo y la ira, ese comportamiento parece ser su disfraz, pero en sus entrañas hay una incitación a la violencia a un materialismo desbordante acompañado con un nacionalismo asfixiante xenofóbico y con la necesidad de señalar chivos expiatorios y un odio hacia la vida intelectual y el arte.
La democracia languidece contaminada por ese cáncer y solo es utilizada por la clase política como discurso para acceder al poder. Bajo este referente el poder político siempre es relativo. La mayoría sirve para ganar elecciones, dice Romero Apis “que con la mayoría no se puede salvar de la quiebra a Pemex ni proteger el T-MEC ni eliminar la delincuencia ni aumentar la inversión, ni con todos los votos se logra reparar todos los baches”. Ese cáncer es la maldición del poder.