

Los tiempos cambian, siempre cambian, es la única certeza que podemos tener hacia el futuro. A veces para bien, a veces para mal, (según el lugar geopolítico, ideológico, y sobre todo, de clase en el que uno-a se encuentre). Cambia la forma en la que hablamos, la forma en la que concebimos el mundo, cambian los códigos y valores sociales a la distancia.
Las expresiones artísticas son siempre un reflejo de su tiempo, y aunque a veces el arte influye en los hechos sociales, los contenidos que se narran y construyen desde ahí son casi siempre una respuesta, intencionada o no, a lo que sucede alrededor.

Esta semana se ha viralizado en redes sociales la respuesta de un grupo de “fans” a un concierto del cantante Luis R. Conríquez en la Feria del Caballo de Texcoco. El público molesto, con abucheos e insultos, aventó botellas, vasos y sillas porque éste no interpretó varias de sus canciones, canciones que hacen apología de la violencia y glorifican a personajes y prácticas relacionadas al narcotráfico.
Y es que el pasado 12 de abril, el gobierno del Estado de México realizó un exhorto a los municipios para impedir espectáculos que incluyeran apología de actividades ilícitas. Este exhorto se hizo unos días después de que el Congreso del Estado de México impulsara reformas a la Ley de Acceso de las Mujeres a una vida libre de violencias en la entidad para reforzar la protección y erradicación de las violencias contra mujeres, niñas, niños y adolescentes. Las reformas también establecen la creación de una fiscalía especializada en atención a mujeres víctimas de delitos en razón de género.
Desde el feminismo, todas las acciones que contribuyan a erradicar la violencia y prácticas machistas serán aplaudidas e impulsadas. Sin embargo, considero importante hacer una revisión crítica de nuestra mirada, lo que nos parece violento y lo que no nos lo parece tanto. Pienso, como lo señalo en el título de esta columna, que hay un mucho de colonialidad en lo que consideramos censurable.
Nos gusten o no, los narco corridos no son el problema en sí mismos, son el síntoma de un problema muy profundo atravesado por complicidades en todas las esferas sociales. Reproducir o promover la estética y narrativa del narco no es algo que comparta, pero pudiese ser más efectivo cuestionar las prácticas, políticas y alianzas que permiten la existencia de la realidad que los exponentes de este género musical narran.

Y hablo de colonialidad de lo censurable también a propósito de la muerte reciente del escritor peruano Mario Vargas Llosa. Todo tipo de expresiones se manifestaron en redes sociales y medios de comunicación: desde los ejercicios de memoria que periodistas, artistas y activistas feministas hicieron sobre el activismo de derecha del escritor a favor de causas neoliberales en América Latina, así como su misoginia y menosprecio al movimiento feminista por considerarlo una amenaza a la libertad, hasta quienes sostienen aún que hay que separar al artista de su obra. Pero no, censurar y cuestionar al hombre blanco despierta en algunas esferas sentimientos profundos de arrebato.
Hace ya unos años Martin Jay y José Luis Brea hablaban de la colonialidad en el adiestramiento del ver, ese hacer complejo que es resultado de una construcción cultural, el acto de ver también como la producción de lo imaginario.
En otras entregas he realizado algunas comparaciones sobre los cuestionamientos que se hacían al rock y lo que se dice ahora del reggaetón, sin omitir que en todos los géneros musicales hasta nuestros ídolos más clásicos han reproducido violencia machista.
Sabemos que en todas culturas la prohibición crea el efecto contrario, sobre todo cuando hay una doble moral desde el ejercicio del poder. Estas expresiones cambiarán en la medida en que cambie la realidad de esta sociedad desigual, de doble moral y “abyecta”.

Foto de Fernando Llano
