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Cada sábado me despierto con un mensaje de Héctor, editor del periódico La Jornada: “Andrés, esperamos tu artículo”. Entonces alargo el brazo, dejo el celular en el buró y caigo en cuenta de que no tuve tiempo de escribir. O, simplemente, no tuve mucho de qué escribir. Casi toda la semana me la paso intentando vivir lo más que puedo, mientras espero que una conversación, una película, un beso o una frase me arrojen a la superficie una sorpresa de la cual pueda sacar hilo. Y entonces sí, tener algo sobre lo cual escribir.

A veces, más que artículos, siento que esto es una especie de carta que les entrego a cada uno de ustedes. Como si fuese una botellita huérfana en el mar con un mensaje anónimo. No sé si mi vida es importante para alguien, o si es relevante. Sin embargo, es una forma de compartir mi camino. A veces hablo de mi bar favorito, de mis amigos o de la gata de la vecina, que insiste en coquetearme. ¿Valdrá la pena estas letras para alguien? No lo sé. Sin embargo, a mí me reconfortan. Sé que es algo totalmente egoísta, que quizá debería hablar o publicitar cosas que podrías leer en una cartelera cultural, o hacer un resumen del Día del Jazz. Pero no es mi estilo. Me gusta hablar en un tono personal y no periodístico. Yo no quiero reportar nada; quiero contarte, a través de mis ojos, lo que siento y lo que han visto donde el mar perdió su nombre.

Existe un libro fascinante con el que me gustaría explicar por qué mi individualidad, como la tuya, está ligada a la gota que somos todos en el océano del universo. Ese libro se llama La vida secreta de los árboles, escrito por Peter Wohlleben, un guardabosques alemán, publicado en 2015. En él, Wohlleben explora la idea de que los árboles son seres sociales, inteligentes a su manera, y que se comunican, cooperan y sienten mucho más de lo que la ciencia tradicional solía admitir.

La idea principal es que los árboles no son seres solitarios, sino que viven en comunidades y se comunican a través de un sistema de raíces y hongos llamado Wood Wide Web. A través de esa red comparten nutrientes, advierten sobre plagas e incluso cuidan de sus “hijos” o vecinos. Cooperan entre ellos para sincronizar su crecimiento, e incluso aprenden a distribuir su sombra en equilibrio con los demás. Cuando un árbol es cortado, envía una señal a través de las raíces para advertir del peligro inminente a su comunidad.

Y aquí es donde encuentro una intersección, o quizá —a modo de forzar el botín en el pie— me gustaría pensarla así. Todo lo que nos sucede como humanos de manera individual, nos sucede también de manera comunitaria, y viceversa. Es decir, me gustaría derrocar en mi mente, cada vez más, la idea de la individualidad como una forma de progreso. Aunque no seamos conscientes de ello, todo lo que somos, solamente lo somos por el entorno que nos rodea. Estamos más conectados de lo que creemos, como los árboles de Peter Wohlleben.

Entonces, no me queda más que intentar vivir una vida que recoge anhelos y deseos, y los comparte con los demás. Toda esa belleza infinita que imaginamos vale el esfuerzo. Todo ese viaje que se muestra en esa magia oculta —cada que veo los pies de mi amigo Alberto Mora cuando baila— me inspira y me lanza estrellas invisibles que sé que se volverán territorio tangible en una partitura. Esa partitura llegará a las manos y al tambor de David, y será recompensada con un sustento que compartirá con su hija.

Ser conscientes de que nuestras raíces y nuestro canto son uno solo, aunque se exprese en diferentes lenguas y de mil maneras increíbles, pero es uno. O, al menos, esa es la gran lección que yo intento comprender. Lo que quiero decir es que, mientras un apagón deja sin luz a Europa, mi amiga Jessica me explica que las luciérnagas han alumbrado el mundo por lo menos cien millones de años.

Espero no justificar mi egoísmo aquí, hablando de la arborescencia. Mientras tanto, gracias a todos los que leen algo aquí —o no—, pero que crean a su manera, que escriben, que leen, que bailan, que tocan. Todo lo suyo está fuertemente ligado a lo mío, y lo atesoro en la copa más alta de mi árbol.

Andrés Uribe Carvajal