CANTO
Entonces él entonó La cigarra. Yo, inmóvil recogiendo algunas de las lágrimas justo antes de caer al suelo. Cuando el canto de su guitarra se elevó y se apoderó del lugar musicalizado, atrapé unas palabras tales mariposas al vuelo para pegármelas sobre la piel como cataplasmas en las heridas. En sus ojos azules tornándose verdes o viceversa – no lo recuerdo de cierto – yo veía mares, océanos y lagos mientras la canción tumbaba las paredes, puertas y ventanas, dejando aparecer un campo de colores deslumbrantes. Mis ojos húmedos seguían expulsando agua transparente en forma de bolitas rodantes que labraban estelas en mis mejillas trazando caminos reconocibles de emociones desbordantes.
Antes de llegar a su casa, la mañana me había sorprendido por su afán de convocar los sentidos desde el primer sorbo de café acompañado de pan recién tostado. Por el camino, el viento terminó de secarme el cabello. Caminé esquivando las raíces de los árboles sabios que se habían apoderado de las banquetas. La magia del día era palpable por donde volteaba alrededor mío. La belleza irradiaba con el poder de su sencillez la calle arbolada.
Pensé, o tal vez no pensé en caminar más aprisa para llegar con antelación a mi clase. Me gustaba llegar unos minutos antes para sentarme y oler el incienso, siempre de un olor distinto a la vez anterior. El piano enseñaba sus teclas blancas y negras y la guitarra en su estuche, esperaba su turno. El tambor tendido con un dibujo de colibrí pintado fue el primero en ser naturalmente descolgado de la pared. Ese día iba a ser diferente. Presentía que algo inesperado iba a surgir de un instante a otro. Recorrí el espacio para impregnarme del perfume a sándalo. El sonido del tambor me invitó a vocalizar unas notas que se convirtieron en un canto antiguo de palabras desconocidas. Cerré los ojos, mi respiración se volvió más honda, más rítmica. La voz de textura conocida se modificó o se sumó a la primera, no lo recuerdo de cierto. La una llamó a la otra. No quise abrir los ojos para que no se fuera, para retenerla, descubrirla, entenderla, quererla. ¿Acaso era aquella voz el espejo de mi alma? Estaba yo interpretando la canción mía, la de mi vida.
El tambor dejó de retumbar a mis oídos. Él estaba ahí silencioso, conmovido. Entonces, le pregunté: ¿escuchaste la voz? Él me contestó que sí, pero quería que yo le confirmara lo que había sucedido. Regresó el tambor del colibrí pintado a su lugar.
No vi en qué momento había sacado la guitarra de su estuche. Lo que sí vi y oí es que me estaba cantando ahora él a mí La Cigarra. Después de haberse vaciado de agua, mi cuerpo se movió. Di unos pasos. Me senté para escuchar la letra poética de la canción que escuchaba por primera vez. Hay canciones que cambian la vida por siempre. Nunca olvidaré ni aquel momento inesperado ni la melodía de la canción que me contó tantas cosas mías, como si me conociera desde pequeña, como si supiera de mi existencia antes de que yo la escuchara.
Entonces, yo seguí “Cantando para que lleguen cosas nuevas, nuevas, nuevas…”
Nota: Los sucesos y personajes retratados en esta historia son ficticios. Cualquier parecido con personas vivas o muertas, o con hechos actuales, del pasado o del futuro es coincidencia, o tal vez no tanto. Lo único cierto es que no existe manera de saberlo y que además no tiene la menor importancia. Creer o no creer es responsabilidad de los lectores.
*Escritora, guionista y académica de la UAEM