Aideé Tassinari Azcuaga*
Hace unos días, Maru Campos Galván, gobernadora panista de Chihuahua fue declarada Gobernadora Minera de México por trabajadoras del Grupo México. Maru aparece en una foto entre trabajadoras con chalecos y cascos mineros color rosa. Maru fue a inaugurar el Centro cultural Casa Grande, financiado por el Grupo México (GM) en el municipio de Santa Bárbara. El consorcio minero ha creado centros comunitarios con perfil cultural en los municipios en los que tiene concesiones mineras. GM dice que son espacios para promover la vida en comunidad a través de la cultura y el deporte. Escenas similares a la de Maru se han observado en Sonora, Zacatecas, Durango y Guerrero. Titulares de ejecutivos estatales de todos los partidos y las poderosas mineras se galardonan y aplauden entre sí por supuestas acciones ambientales, culturales y de desarrollo local.
El mutuo reconocimiento entre el capital minero y los altos funcionarios estatales y, hasta hace poco tiempo, por la Secretaría de Economía, contrasta con la movilización social provocada en 81 de las 95 minas a cielo abierto que durante tres décadas causaron el despojo del agua y de los territorios, destrucción ambiental, daños a la salud y vida de pueblos y la especulación con millones de hectáreas concesionadas. Las luchas socioambientales de centenares de mujeres y hombres, entre los que se cuentan muchas muertes por hacer frente a las mineras, lograron que desde el ejecutivo federal se propusieran modificaciones a la Ley Minera de 1992. Fueron cuatro años de espera pues el gobierno de la Cuarta Transformación no hizo cambios en el régimen de privilegios en los que se han mantenido los consorcios mineros. La presión social de las comunidades indígenas y campesinas, sectores de la academia y activistas abrió una brecha para cambiar la ley del extractivismo minero.
El 23 de marzo pasado el ejecutivo federal envío el decreto a la Cámara de Diputados para reformar la Ley Minera. Tan solo por unos días, existió la esperanza en un gran número personas defensoras del territorio que por fin se pondrían límites a los zares canadienses y mexicanos de minería de metales. Éstos, ejercieron su derecho de picaporte en ambas cámaras legislativas y con el secretario de gobernación. Pusieron en operación una campaña de presión con chantajes y amenazas. La iniciativa se modificó en los puntos en que sus intereses habrían sido más afectados: la vigencia de las concesiones y el uso del agua.
La ley modificada, ahora prohíbe el otorgamiento de concesiones en Áreas Naturales Protegidas, se derogó el artículo 6 que definía a la minería como una actividad preferente y de utilidad pública, disminuyen las concesiones de 100 a 55 años, se regula parcialmente el uso del agua. En adelante, las mineras deberán participar en licitaciones para obtener las concesiones y se deberán hacer consultas a los pueblos indígenas. Estos cambios, entre otros, permitirán a quienes defienden los territorios mejores recursos constitucionales para sus luchas. Las mineras mantendrán sus estrategias de control y división de los pueblos y ejidos mediante su financiamiento a una aparente vida comunitaria.
Las contradicciones del gobierno de la 4t se evidencian al pretender quedar bien con los polos opuestos de la realidad de la megaminería en México. En este gobierno los consorcios continuaron con su acumulación incesante de ganancias mediante el acceso irrestricto a los recursos del país y el control de los mercados de metales. Hacia el final del sexenio, lanza un decreto para intentar regular un poco al capital minero después de que las movilizaciones en defensa del agua y los medios de vida en los territorios implicaron marchas, bloqueos de minas, peticiones públicas, búsqueda de diálogo directo con el presidente y denuncias en tribunales, pero fueron las corporaciones las que establecieron la última palabra en las modificaciones a la ley. La situación que se vislumbra es la continuidad de las luchas de los pueblos contra las mineras.
*Profesora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México
