

No estoy bien

Bajo de la autopista para entrar a Plan de Ayala. Lo que resalta, primero, es un diminuto campamento al lado de la carretea, habitado por no más de seis, no menos de tres, recogiendo basura, quemando hojas, comiendo, fumando. En Estados Unidos les llamarían sin hogar; en Colombia, desechables. La pepena parece ser una actividad recurrente (del verbo en náhuatl pepena, que significa recoger). Se suele relacionar casi metafóricamente la basura con estas comunidades límites, vidas desperdiciadas según Zygmunt Bauman; desaparecidos sociales para Gabriel Gatti y en Agnès Varda, espigadores. En alguno momento, uno se aventura a comprar un cigarrillo en el puesto de periódicos. Sin zapatos, sin playera, lo fuma desafiante frente a los autos estancados frente a él, bajo el sol quemante, bajo la modernidad asfixiante. Lo dejo atrás porque avanzo, llego al Seguro Social. La clínica 1, altiva, por mucho el edificio más visible de la zona. Sea por la inseguridad nacional que ni siquiera deja a los enfermos en paz, sea por ahorrarse el gasto de una compañía de seguridad de por si inútil, ahora la policial estatal resguarda los edificios del IMSS. Portan metralletas y no dejan entrar a una señora con su atole, pues está prohibido comer dentro. Ellos también vigilan nuestra salud, debe ser. Dentro, parecemos un hormiguero caótico que nos lleva de mesa a mesa, de oficina a oficina. En la subdirección, un hombre mayor pide hablar con el jefe de los internistas, dice que hace dos semanas le hicieron una cirugía, dice que no anotaron la cita para quitarle los puntos. Lo dirigen a la zona de curaciones donde lo pueden hacer fácilmente. Él se niega; dice que le negaron el servicio, dice que lo debe ver un doctor. No estoy bien, repite y repite. No estoy bien. No estoy bien. Pienso impulsivamente que está confundido o mintiendo, no sabría decirlo con certeza. Inmediatamente me arrepiento de juzgarlo. En otra conversación escucho cómo alguien, una autoridad del hospital dice que todo el Estado de Morelos cuenta solo con un oncólogo médico y para ser atendido habrá que esperar hasta que envíen más especialistas. Mínimo tres meses. Hay que esperar, dice en una terca repetición. Hay que esperar. Hay que esperar. El sociólogo Javier Auyero, en su libro Pacientes del Estado, argumenta que la espera del enfermo, en las instituciones de salud pública, más que una necesidad por los tiempos y formas es un mecanismo de poder, un proceso en el cual se reproduce la subordinación política. Pienso en ello mientras, yo también, espero. La exclusión no solo tiene que ver con vivir en los límites de lo habitable, sino también es el ser incluido y olvidado por horas en la banca incómoda de una sala fría.
Fotografía, cortesía de Laksmi de Mora
