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Un muro lleno de ojos

(Primera parte)

 

Bajamos del avión en un clima ambiguo. El sol quema tal cual un verano amable; a la sombra, el viento helado parece traer un susurro del desierto. Las jornadas serán largas, por lo que nos aconsejamos tomarnos la tarde para caminar tranquilos. Somos cinco, más dos guías, todos interesados en despejar la mente, alejarla de momento del tema que nos convoca en el norte. Recuerdo, de otras visitas a la ciudad, la Avenida Revolución, legendaria recta donde se aglutinan los principales puestos turísticos, el museo del taco y bares coquetos que, por lo menos en el día, se llenan de visitantes variopintos. La ciudad más feliz del mundo, como decían en los Simpson, parece conservar su rara energía. Sin embargo, en las calles perpendiculares a la avenida, los escenarios se vuelven un poco más tétricos, Pasamos frente a un bar semioculto, creo que llamado Zacapasona, del que sale un aroma que me recuerda a los días de estudiante. Al lado de la entrada, un anónimo de esas tierras tararea un ofrecimiento repetitivo: coca, mota, criko, como si fuera una rima poco forzada. A no mucha distancia, nos dicen Ricardo y Jaime, los prostíbulos, table dance, y otros espacios clandestinos, completan la fama de la ciudad. El margen no solo es la posición límite, el afuera de la sociedad, sino también las líneas que rodean el espacio visible, que lo acompañan, pero a la vez que desaparecen; como si la legitimidad fuera uno de los rostros del dios bicéfalo Jano –aquella deidad romana representante de la dualidad–, mientras la clandestinidad fuera el otro. Eso pienso, mientras visitamos el famoso museo del taco, de los mejores que he probado en mucho tiempo. Pero el turismo es lo menos; a la mañana siguiente salíamos hacia la colonia Maclovio Rojas. El camino nos lleva a las afueras de la ciudad, a aquellas lomas pobladas irregularmente que dieron como resultado las colonias más vulnerables por carecer, en principio, del reconocimiento del estado, y luego de los elementos propios del sistema de bienestar. Espacios sin escuelas, sin clínicas, sin servicios. Al llegar al predio, nos recibe un muro lleno de ojos abiertos que, pese a una evidente historia de demanda, demuestra cierta hospitalidad. Al fondo se escuchar el cacareo de gallos encerrados. Estamos en el predio de La Gallera, pero Fernando prefiere que le llamemos Memorial de víctimas del Estado de Baja California. Lugar famoso por ser aquel donde operaba Santiago Meza López, conocido como El Pozolero, un albañil contratado para disolver en químico a centenares de cuerpos de personas desaparecidas, arrestado en el 2009 y cuya labor es muchas veces increíble. Necrocidio, dirá contundentemente Arturo, violencias al cadáver, violencia contra el resto de los ahora anónimos.

*Laboratorio Contra/Narrativas (CIIHu-UAEM)

Fotografía cortesía del autor.

La Jornada Morelos