

Un muro lleno de ojos
(Segunda Parte)

Roberto Monroy Álvarez*
Muchos lo conocen como La gallera, pues ese predio, antes de la llegada de Santiago Meza “El Pozolero”, servía para criar aves. Hoy todavía se pueden ver las marcas de las jaulas en el suelo. Nos recibe Fernando. Él es el presidente de la asociación civil Unidos por los Desaparecidos de Baja California, y quien sigue resguardando el lugar donde se desintegraron a más de 300 personas en un sofisticado sistema que implicaba el uso de químicos y su traslado a varias fosas sépticas del lugar. Fosas clandestinas, finalmente, que contienen una sustancia roja que algunos relacionan con sangre, aunque en la explicación científica se diga que no lo es. El ambiente resuma una combinación de pesadez y calma, de tristeza y de cierta redención. Al grupo de Puebla, Tlaxcala y Morelos, se han unido investigadores de Brasil y San Antonio, más los anfitriones de la Autónoma de Baja California. La idea, antes de las conferencias académicas, es conocer el lugar que todavía hoy alberga dos fosas con restos humanos. Restos: no sé si sea la mejor palabra. En sentido estricto, no lo son, no es lo que queda, es lo hay, no fueron cuerpos, lo son, diluidos, desechos –otra mala palabra–, de desaparecidos y desaparecidas, el hijo de Fernando, por ejemplo, se encuentra allí. Luego de la detención de Meza en el 2009, y gracias al proyecto Recuerdo y reconstrucción en contextos de violencia social, el lugar se transformó radicalmente mediante una serie de actividades y procesos. El predio, hoy, es un espacio de memoria, de dignidad para los muertos; un camposanto, dice Fernando, no una prueba jurídica, no un museo. Se tiraron las galleras, se drenaron (en un prematuro y torpe procedimiento policial) algunas de las fosas, se plantaron árboles. No fue fácil hacer que crecieran, costó mucho. De hecho, lo que podríamos llamar ahora jardín desentona con el resto del asentamiento irregular donde se encuentra. La belleza del lugar evoca sentimientos contradictorios, porque esta no produce olvido, sino memoria. Georges Didi-Huberman, un historiador de arte francés cuenta en su libro Cortezas su visita a Auschwitz, el viejo campo de concentración nazi en Polonia; en esta, no pudo dejar de notar que el campo “original” ha sido transformado para hacer una suerte de camino turístico para sus visitantes. Turístico, sí. Paradojas de la memoria. El Memorial de víctimas de Baja California (dice Fernando que así debería llamarse) no es para nada un centro turístico. A diferencia de lo señalado por Didi-Huberman, allí no hay sublimación del trauma, hay reconocimiento, memoria, duelo por los anónimos de la tierra. Sus rostros, cuidadosamente puestos en losetas en la pared, te reciben al entrar.
*Laboratorio Contra/Narrativas (CIIHu-UAEM)
Fotografía del Memorial de víctimas de Baja California. En el centro, una vara utilizada en las búsquedas de campo. Cortesía de Miguel Ángel Martínez Martínez.

