Los que pasarán después
José Tamayo
Camino hacia el sur sobre el boulevard, el que se construyó hace unos diez años, debajo de unos arcos que cruzan la avenida Emiliano Zapata. A un costado, un chínelo adorna el camellón, lo que anuncia la entrada al pueblo. A mi derecha se logra ver un sembradío de sorgo y uno más de maíz, de los últimos terrenos al filo de la avenida que aran la vida en la tierra. Más adelante, se halla una gasolinera de la paraestatal PEMEX, con sus hoscos colores patrios de épocas nacionalistas hoy rescatadas. Después hay un Oxxo, como en todos lados. Luego, se observa una universidad privada que solo ocupa apenas dos locales de una plaza; todos los demás negocios están cerrados. Avanzo. El edificio contiguo es una bodega de fertilizantes abandonada. A un lado se halla un depósito de cervezas y un local donde se ofrecen servicios sexuales; observo a un par de niños jugando al interior de la propiedad, quizá vivan ahí, quizá sean los hijos de las mujeres que allí trabajan, esperando el final de la jornada de sus progenitoras, sin un lugar seguro donde esperarlas. Sigo caminando. Paso por unos locales cerrados con las cortinas metálicas anunciando antojitos mexicanos, se notan oxidadas. Sobre la esquina de la calle se halla una llantera con el nombre Euzkadi y, por último, al otro lado de la esquina, una refaccionaria un tanto corroída también.
No dejo de notar que la tierra para sembrar es desplazada. La producción agraria se puso en peligro para priorizar otras industrias, como si el alimento saliera de las fábricas. Pesa la existencia de las pequeñas empresas. Combustible, llantas, aceite y accesorios diversos: primero la máquina, después el cuerpo. Termino la caminata matutina al doblar la esquina para entrar a una calle secundaria, atrás de todos los negocios, donde inician las viviendas que sólo tienen un techo, caballos, vacas y algunos perros. Casas apenas divididas por cercas endebles, en contraste con las grandes bardas que protegen a las empresas. Familias con muchos miembros, los cuales me empiezan a ver, se fijan en mí como si fuera un extraño, como si de alguna manera fuera peligroso; acá, los anónimos tienen un lugar al margen del boulevard, al margen del camino, al margen de la industria. El filósofo alemán Walter Benjamin, justo al final de su vida, antes de suicidarse para no caer en manos de los nazis, describía al progreso como una gran tormenta que nos arroja a un futuro incierto, y que deja a su paso muertos y ruinas. Como en la alegoría que hace en su tesis IX sobre el concepto de la historia, quisiera volver el rostro, levantar a los cuerpos, recomponer el desecho, redimir. Pero me es imposible. Como en aquel largometraje, Los olvidados de Luis Buñuel, en el progreso algunos terminan en la basura, confundiendo su cuerpo con el desecho. En la colonia Valle Verde de Mazatepec, Morelos, por la que camino ahora, estos otros olvidados viven detrás de la basura, de la ruina. Por los senderos del progreso, en el valle de nuestros tiempos, pasan primero los vehículos y las grandes franquicias, los anónimos de la tierra pasaran después.
Imagen cortesía del autor