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Qué cosa más linda estar vivo y embriagado de ella, la vida, tan cruel como magnifica, como una tormenta implacable que te ahoga y te salva de sí misma lanzándote a un pantano repleto de cocodrilos. Cada mordida es como un piquete de mosco que te arruina el aquí y el ahora porque no hay nada más presente que ese ardor en el cuerpo que siendo finalmente tan inofensivo es como la culpa: fastidia el sistema nervioso y deja roncha en el cuerpo.

El 28 de agosto cumplo dos años de sobrevivir en el paraíso. Perdí todo, menos la vida. Mas pobre que nunca soy rico porque cada mañana en la azotea de Rosa María respiro literalmente el aliento de la tierra pues su casa está en una colonia popular desde la que se puede tocar con la mirada el monte enano y el valle de Tepoztlán y Yautepec que es, literalmente, un mar vegetal. Joder, son olas y olas de oxígeno y clorofila que hacen posible el paraíso en la tierra. Pero hay mosquitos.

Desde hace tres años soy un gato de azotea. En el 2022 subía al techo de la casa que rentaba mi nieto en San Pedro Cholula para contemplar a los gigantes del Anáhuac: Los volcanes emblemáticos del universo tolteca: el Popocatépetl y el Ixtlaxihuatl. Sólo que ahí, donde se asienta la población más antigua de México y la formidable pirámide donde ocurrió uno de los más graves genocidios de la invasión española, el paisaje es árido y esa desforestación permite admirar sin ninguna distracción la magnificencia de los guardianes de la alta meseta olmeca chicalanca, nombrada así por sus dioses originales.

A dos mil doscientos metros de altura los mosquitos no soportan la presión atmosférica, de manera que podía estar una hora o más imaginando el esplendor divino que tuvo este territorio cuando los toltecas hicieron de él la morada de Tlaloc. Todavía en los años 90 del siglo pasado, desde la icónica iglesia de la virgen de los Remedio que los invasores levantaron en la cumbre de la pirámide de Cholula, con cielo despejado se podían contemplar cuatro volcanes en lontananza: El cofre de Perote, el Pico de Orizaba y los dos amantes de calendario; el Popo y el Ixtla. Contemplar es un verbo transitivo, esto es, que acepta un complemento directo. En otras palabras, es un verbo personal. Yo contemplo, yo veo, yo siento, yo percibo el paisaje. Cumplida la acción del verbo sucede lo inesperado: Yo sueño despierto para regresar de esa manera a los tiempos originales, cuando Cholula fue una de las poblaciones más hermosas del mundo. Acaso por conocer su historia en el momento de la contemplación el presente es el pasado en mi visión interior y puedo ver aquel valle devastado por la urbanización y la corrupción política y económica como fue entonces: un triunfo de la naturaleza. Aunque había moscos.

En Tepoztlán no hace falta conocer su historia para sentir su influjo, porque no puedo asegurar que sea un pueblo mágico, pero si eléctrico porque aquí es más fácil comunicarse con los dioses que con los humanos. A menos que ya estes muerto, Apenas me estoy metiendo con su pasado Xochimilca, en poblados como Tlayacapan que en el esplendor del diario La Jornada tuvo el sobrenombre de Tlacapayán porque Carlos Payán, el primer y director del diario, remodeló el pueblo a su imagen y semejanza, cuando personajes como Pablo Gómez y Epigmenio Ibarra aun eran ciudadanos de izquierda sin otra propiedad que su militancia. Actualmente el sitio en la que están sus “casas de verano” es nombrada en voz baja la colina de la deshonra. Payán fue mi entrada al periodismo y mi gratitud por la bonhomía que me brindó como amigo y director del diario son perenes. Pero ante la actualidad de la vida en México no dejó de preguntarme porque las grandes mujeres, y sobre todo los pequeños hombres que algún día fueron de bien, terminan hincados ante el poder. Creo que ante esta interrogación debo agradecer ser un exilado tepozteco sin otro interés que despertar cada mañana para ver el sol.

El problema, claro está, es que en este paraíso Tepozteco sale el sol y aparecen los mosquitos.

Foto: Tepoztlán. Visit Mexico @isaac_jero. Fotoexplora.