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Resúmame ahora que tiemblo

benignamente

detrás de una golondrina,

ahora que me proponen públicamente

para desnudo de mariposa

y estoy como las rosas

desordenando el aire.

Eunice Odio

A lo largo de los 82 años, 10 meses y 17 días que Lucía Antonia Trigo Soluna pasó en este planeta, 75 los ocupó leyendo 4217 libros. Decifrar lo que esa práctica significó en su vida requiere de sentido común y del testimonio de quienes la conocieron. Su madre, Avelina Soluna, fue quien le inculcó el gozo por la lectura, leyéndole historias fantásticas dos meses antes de parirla. Obviamente, Lucía no entendía de que se trataba, pero la dulzura que Avelina le imprimia a su voz fue determinante para sembrar una semilla. Su padre, Gabriel Arnulfo Trigo, un comerciante español que a principios de 1920 migró a Costa Rica, sonreía cada vez que encontraba a su mujer leyendo en voz alta, simple y sencillamente porque esa era su manera de estar de acuerdo con ella.

¿Qué historias eran esas que Avelina le leía a la nonata mientras su esposo sonreía? Los cuentos de mi tía Panchita relatos de la tradición popular costarricense, recogidos por la escritora y educadora María Isabel Carvajal Castro, quien firmaba sus obras bajo el nombre Carmen Lyra. Un anuncio publicado el 1° de abril de 1920, en el número 16 de la revista Repertorio Americano, le hizo saber a Gabriel Arnulfo sobre la reciente publicación de ese libro y no dudó en gastarse 1 colón para hacerse de esa nave fantástica.

Gracias a esos cuentos (“La cucarachita Mandinga”, “Tío Conejo comerciante”, “La casita de las torrejas”, y siete más), la familia Trigo Soluna se acercó más a su nueva vida, porque así conocieron muchas palabras y situaciones de su exilio costarricense.

La memoria de Lucía, con respecto a ese primer contacto con la lectura, es absolutamente vaga. Son sensaciones las que han quedado en su ser, pero también una certeza innegable de que su vida en la placenta se vio habitada por la puerta de un camino que la convirtió en lo que era:

“No se bien cómo explicarlo. Cuando era niña, a los tres años, cada vez que escuchaba a mi madre leyendo en voz alta, mi piel se hacía chinita y sentía como si unas manos invisibles me abrazaran. Si mi padre se hallaba cerca, por supuesto que sonreía. Esa ha sido mi relación con la lectura, una sucesión de abrazos con la vida”.

Lucía Antonia Trigo Soluna tuvo en sus manos, por primera vez, un libro que se convertiría en un amuleto para el resto de su vida. Los colores de las ilustraciones y las historias que contaban sin palabras fueron despertando su imaginación y sus deseos para convertirse en lo que muy pronto descubrió que era su vocación: el arte de la pintura. El libro no era precisamente una obra para niños. Llegó a manos de su padre en un buque proveniente de Munich, Alemania. Su título: Paul Cezanne. Su autor: el crítico de arte Julius Meier-Graefe. Publicado en 1923 por la editorial R. Piper & Co. Verlag.

Se podría decir que el encuentro de “La cucarachita Mandinga” con la singular y podigiosa obra de Paul Cezanne, fraguó en el espíritu de Lucía Antonia un mundo muy parecido al que elucubraba Cezanne constantemente y que una de sus frases resume a la perfección: “Llegará el día en que una sola zanahoria, observada con los ojos nuevos, desencadenará una revolución”.

Como lectora, Lucía tuvo siempre muy claro que esas hileras de letras, palabras y espacios en blanco que configuran los libros, en realidad son claves para reproducir el mundo a través de imágenes y ensoñaciones. La poesía, los cuentos y las novelas fueron sus obras preferidas. Los inquietantes laberintos de Franz Kafka, a menudo resuelto con un sutil sentido del humor, y los poemas de la escritora costarricense Eunice Odio, le dieron a sus propias creaciones un sustento que contribuyó a que la felicidad fuera su estado de animo natural. Su obra, en su gran mayoría, permanece inédita, un hecho del que ella nunca renegó. “El tiempo sabe tomarse su tiempo y las diosas dirán”, se decía a sí misma, imitando a su padre con una sonrisa.

Para Ali.

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