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Día de Muertos en Morelos. La imparable extranjerización de una incierta tradición.

 

“En los antiguos tiempos, es decir, ántes de la Reforma, México se despertaba el dia 2 de noviembre al funeral clamor de la campana que doblaba en todas las iglesias, recordando que era el dia de la conmemoración de los fieles difuntos. […] Era una incesante vibracion acompasada, ronca, lúgubre, que daba orígen [sic] a variados sentimientos, pero todos amargos”, escribió el tixtleco Ignacio Manuel Altamirano Basilio.

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El Día de Muertos es tan ampliamente celebrado como sus orígenes mal conocidos. Vincular la idea de la muerte en el pasado prehispánico con el presente multicultural es resultado de la ignorancia. Es, en sentido estricto, parte de la tendencia de muchos mexicanos ‒impulsada en los siglos XIX y XX por intelectuales y políticos‒ de, infructuosamente, intentar reivindicar un período de presunta grandeza previo a la mestizante conquista europea.

“El día 2 de noviembre se decía la primera misa de muertos a las cuatro de la madrugada, en el templo mayor, y otra cantada a las once. En todo el pasillo central eran colocadas las ceras sobre un entablado muy largo y alto, que venía desde el presbiterio y llegaba hasta el cancel de salida, [en] la iglesia de Yecapixtla [que] es una de las más grandes de Morelos, pues en ella caben más de mil personas sentadas”, narró el yecapixtleco Juventino Pineda Enríquez.

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En cada comunidad o familia morelenses el Día de Muertos es parte esencial de su identidad, individual y colectiva; en cada región hay particulares expresiones como parte de su vida cotidiana desde los diversos simbolismos de la vida y la muerte. El tianguis chico y el tianguis grande de Atlatlahucan, Tetela del Volcán, Yecapixtla o Zacualpan de Amilpas, o las ofrendas de Coatetelco, Ocotepec o Popotlán constituyen un cíclico reencuentro con nuestras raíces.

“¿Habrán cambiado algo las costumbres piadosas de los mexicanos en este día? […] ¿Serán otra cosa de lo que eran ántes de la Reforma?” se preguntó Altamirano Basilio al recorrer calles y cementerios de la Ciudad de México. “Las familias llevaban juntamente con algunos cirios y crespones ó flores negras, ramos de flores naturales, coronas de siempreviva ó de ciprés y cestos con comida y frutas y enormes jarros de pulque”, consignó.

La modernidad ha transformado la decimonónica tradición en espectáculo para turistas morbosos, académicos monotemáticos y videoastas de ocasión. Las instituciones educativas, académicas y gubernamentales se doblegan ante la extranjerización. Los presuntos expertos dogmatizan, cual infalibles pontífices, sobre elementos y simbolismos de las ofrendas. Y la prehispanización se diluye entre la halloweenización de la mestiza conmemoración colectiva.

En la vieja Tlalnáhuac. Leyendas y costumbres; Juventino Pineda Enríquez; primera edición; Ediciones Bernal Díaz; México; 1959; 224 pp.

Paisajes y leyendas. Tradiciones y costumbres de México; Ignacio Manuel Altamirano; edición facsimilar; Ediciones Municipales de Acapulco; México; 1979; 488 pp.

Imagen: Mujer y féretros (fragmento); Zacatepec, Morelos;

1939. Archivo Jesús Zavaleta Castro.

Jesús Zavaleta Castro