A / Amigos
Tengo —o tal vez tuve— dos amigos muy queridos. Bueno, un amigo y una amiga: Betty A. y Toño A. Eran “míos”. Betty y Toño no se conocen. Parecía que nos queríamos y nos respetábamos y nos aceptábamos tal cuales éramos. Nos ocupábamos de cosas serias, como las preferencias sexuales y musicales. Éramos gente puesta al día; interesada en el presente y, sobre todo, en el futuro. Vivíamos —vivimos— separados por muchos kilómetros y nos veíamos poco pero chateábamos todos los días. Para nada el teléfono. Tal vez eso tuvo algo que ver, porque la voz de las personas en parte las presenta y, en cambio, un chat… palabras apresuradas, sin inflexiones ni volumen que nos permitan penetrar en su sentido… Para que me entiendan: un día le pedí a Toño que me ayudara a conseguir información sólida sobre no me acuerdo qué y él me dijo que no entendía que era eso de sólida y se desafanó del asunto. Pero seguimos en contacto. Hasta que un día se me ocurrió preguntarles, a los dos, cómo puede construirse una democracia amenazando, sacando de la jugada y aun de la vida a toda forma de oposición. Mis amigos no se conocen entre ellos. Pero los dos reaccionaron igual: dejaron clarísimo que si son cuestionados pierden todo interés en el tema. Toño se puso solemne y me explicó que eso lo hace el pueblo por el bien del pueblo y que si yo no lo veía así era porque quizá yo no fuera parte del pueblo. Betty colgó, y no ha vuelto a tomarme una llamada. Ninguno de los dos tolera ser puesto en duda, y ninguno cree que tenga que explicar nada a nadie. Los dos piensan que su tarea es armar una democracia que no tenga en contra ninguna oposición.
B/ Una geografía exacta
Ya dije, la semana pasada, que cuando Azuela estaba escribiendo Pedro Moreno, el insurgente viajó al fuerte de El Sombrero para ocuparse de describir el lugar, porque su geografía jamás es imaginada. Lo cito:
Tras los de a caballo van las mujeres y los niños que no se atrevieron a subir la cuesta montados.
–¡Divino Rostro!
–¡Madre mía de los Remedios!
Las exclamaciones se suceden a cada resbalón y a cada pisada en falso sobre la pronunciada pendiente.
Ya El Sombrero no es sombrero: perdió primero su copa acampanadita y tersa como terciopelo bajo brusco penacho de arrogantes encinos; luego se ha transformado en regia corona de peñascos resquebrajados de veinte y cuarenta metros de altura, borrachos y bamboleantes sobre la barranca de magnificencia salvaje.
Y ahora todo se ha vuelto enormes piedras manchadas de un verde musgoso y sucio como vientre de batracio. Tiemblan vacilantes las corvas de los caballos, buscando firme asiento a la pezuña; pandeándose los lomos en contrapeso al desbarrancadero. Jadeantes, las bestias se detienen y resoplan hasta recobrar nuevos alientos.
El murallón es tan alto que con su filo corta el azul del cielo y, sin descansos desciende hasta el fondo de la cañada, donde serpea un arroyuelo bajo el fresco saucedal.
Podemos estar seguros de que tal era el escenario que, en el lugar, Azuela vio. Lo que restaba era poner allí a la gente de Pedro Moreno; el novelista también tenía experiencia en esa materia: muchas veces había visto, durante sus días como médico de tropa, ese desfile épico de familias enteras.
Para Azuela el paisaje ya era un protagonista importante. Pero no fue así siempre. En un principio el paisaje no formaba parte de las preocupaciones de los literatos. En mi próxima colaboración voy a explicar esto.
*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.