A / Frida
Para Emmanuel Carballo
Frida me gustaba porque tenía los ojos rasgados. Porque su cuello era largo. Porque usaba trenzas. Porque ya se le dibujaban las nalgas y se le quebraba la cintura. Frida me gustaba, sobre todo, porque era mala. Era perversa, todo el tiempo; hubiera o no razón; estuviera de malas o de buenas. De noche, al fondo del patio, Frida ponía los ojos en blanco, se llenaba la boca de espuma y decía que tenía dentro un diablo. Mis primos y yo salíamos corriendo. En el corral, de pronto se revolcaba, se despeinaba, se arañaba gritando, hasta que llegaban mi tía, o mi madre, o la abuela. Frida nos acusaba de que le habíamos pegado. Nos castigaban. Frida le sacaba los ojos a un pollito, lo ahogaba en la pileta y decía que había sido alguno de nosotros, que nos había visto. Nos castigaban.
Alguna vez Frida se me fue acercando, sus ojos en los míos, el aliento entrecortado. Su lengua era fresca y quemaba; de pitahaya y arrayán.
B/ Mediodía
Joaquín Armenta la vio venir desde el otro lado de la calle. Más allá de la funeraria, de la florería, de las nieves, de la oficina de Hertz y del tendido que tenía en el suelo una india que vendía yerbas para enamorar. La vio venir, como todos los días, con ese caminado que partía en dos el día.
Bien a bien, Joaquín Armenta no sabía dónde estaba el secreto de aquellos movimientos. Podía ser, se decía, que fuera el modo de lanzar los muslos al frente; o la manera de apoyar toda la planta del pie en la tierra, desde el talón hasta los dedos; o la forma que tenía de consentir el balanceo de las caderas, sin apresurarlo ni interrumpirlo ni prolongarlo, dándole la amplitud precisa, como siguiendo el ritmo de una musiquita sabrosa que llevara por dentro.
Joaquín Armenta la vio venir, con la falda negra y volandera que le ceñía la cintura como él habría querido hacerlo. Pasó tan cerca que le sintió el agua de aromas que se había puesto entre las tetas.
Pero esta vez Joaquín Armenta la siguió. Quince o veinte pasos detrás de ella. Le gustaba el meneo que llevaba. Le gustaba cómo apretaba las carnes. Le
gustaba la forma en que la brisa le alborotaba el cabello. Entonces, Joaquín Armenta pensó qué hermoso sería ser un golpe de viento. Sorprenderla en mitad de la plaza. Entallarle la albura de la blusa, estrujarle los pechos, rodearle la cintura, medirle las caderas, metérsele por debajo de la falda, enredársele en las piernas, subirle por los muslos, hacerle el amor. Y que ella siguiera sonriendo, entrecerrando los ojos, protegiéndose el cabello de la ventisca, caminando como si no pasara nada.
*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.