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A / Caricias

—Ganas de morderte —le dijo al oído y ella bajó la mirada, sonrió, quiso hablar de otra cosa, tan cerca de él que más que verlo lo sintió: su calor, la mezcla de olores que desprendían el cuerpo, el casimir, la loción de maderas; el brazo que le pasaba por la espalda. Intentó echarse hacia atrás para mirarlo a los ojos, pero él se los cerró a besos y luego le rozó los labios y ella sintió que se ahogaba y que un fluido tibio la envolvía, que la piel comenzaba a arder, la sangre iba a brotarle por los poros mientras él le besaba las mejillas, las orejas, el mentón, la nariz, y ella gemía o ronroneaba bajito, se atragantaba, se humedecía, y él insistía con la barbilla alzándole la cara, besándole los párpados, los labios empurpurados, la nuca, los hombros, murmurando de nuevo «ganas de morderte», o tal vez sólo pensándolo, pero buscando la forma de ganarle el mentón con la nariz, de empujar hacia arriba mientras ella dejaba caer la cabeza como arrastrada por el peso de la cabellera, entreabría los dientes, asomaba la lengua, emitía un estertor de gozo, exponía el cuello firme y palpitante y él descendía suavemente, abría la boca, clavaba los colmillos, sentía escurrir la sangre, ausente del espejo, tembloroso de amor.

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B/ No tengas miedo

—No tengas miedo, Santiago, mira, no hay nada.

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Voy al clóset, lo abro, aparto la ropa para que vea. Me siento a su lado, lo abrazo fuerte, fuerte; lo siento temblar.

—Voy a dejar prendida la lámpara.

Intento levantarme y el niño gime, se aferra a mis brazos.

—Déjame asomarme —miro debajo de la cama, acomodo sus pantuflas, saco la pelota. Un resplandor ilumina el cuarto y vuelvo a ceñir su sobresalto, siento sus lágrimas en el cuello mientras retumba el trueno.

En silencio escuchamos el aguacero, estrujándonos.

Lo arrullo susurrando, aliso sus cabellos, lo recuesto sin soltarlo.

—No hay nada, hijo, no hay nada —repito a su oído hasta que se duerme.

Me recuesto a su lado, veo la habitación apenas iluminada; la lámpara es una casita de cuento, translúcida, con unos conejitos en la puerta. Hundo la cabeza en su pecho, escucho los ruidos de la noche, me aprieto a su cuerpo. Sin atreverme a abrir los ojos comienzo a temblar; me abruma el pavor.

*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

Felipe Garrido