

A/ Interminable
Rubén, dice la viuda del inmenso poeta, vivió de su profesión como abogado; de pleitos que tenía. Escribía cuando iba fuera, en pedazos de papel, sobre la cabeza de la montura, en la sierra.

Yo era joven; me acuerdo de sus cabellos revueltos, encendidos. En Cerritos lo escribió, dice, pero, subraya, eso no va.
Es sólo «Interminable», lo sé. Me entrega los papeles, porque voy a hacerme cargo del libro. Leo los espléndidos sonetos. Los siento cincelados en las piedras de la montaña; son deslumbrantes. ¿Cómo pudo escribir eso en aquellas arideces? Cañadas y crestones. Erial ceniciento. Sol devorador. Raíces huecas en la roca luciente de lisura; sauces macilentos y chozas pajizas con su penacho de humo y miseria. Vuelvo a pensar que «Interminable» es lo mejor que escribió nunca: «Cierro los ojos, tu cuerpo bruno más allá de esta alborada…»
Ni lo piense, me dice, y me exige las cuartillas que escondo extendiendo hacia mí sus manos blanquísimas.
B/ Háblame

—Dulce, ¿te acuerdas que sobabas a mi mamá?
—No soy Dulce, mamá. Soy yo.
—¿Quién?
—Yo, mamá, tu hija.

—Pensé que eras Dulce. Porque cantas como ella, ¿sabes? Así sin abrir la boca. Y porque eres buena pa sobar. Más arriba, hija, allí, más fuerte, no le pares. Pero, sí te acordarás que te conté que Dulce sobaba a mi mamá, ¿no es cierto? Allí no, hija, junto al hueso, más fuerte. Me acuerdo como si fuera ayer. Así, hija, así, no le pares, no sabes cuánto me sirve. A ella eran las piernas, ¿te acuerdas?
—No, mamá, yo no la conocí.
—¿No eras tú que la sobabas?
—No, mamá.

—Pero… O sea, tú eres nieta de María, ¿no es cierto?
—Sí, mamá, pero acuérdate, yo no la conocí. Acuérdate que cuando yo
nací ya se había muerto. Y no andes volteando, madre, no te muevas, no
me mires.

Una larga pausa en el sopor de la tarde que empezaba a llenarse de chanates.
—Y ¿por qué, Dulce, ¿por qué no iba yo a mirarte? ¿Ya te moriste también? Contéstame Dulce, ¿no me oyes? Háblame.
C/ Cerritos
A Rubén le gustaba Cerritos, eso que ni qué, dice la viuda y agita las manos nacaradas. Decía que sólo allí podía escribir. Así que nos fuimos. No le importó dejar todo lo que acá tenía: trabajo, amigos, influencias. En Cerritos éramos forasteros. No le hacían caso, Sabían quién era, pero no lo estimaban. Vámonos de aquí, yo le decía al principio, pero él ensillaba el caballo y se iba por la sierra. Yo me encerraba a esperarlo. Regresaba tostado, sudoroso, la mirada intensa. Algo comíamos. Me leía las hojas que traía.
La viuda me clava la mirada de piloncillo y enseguida la aparta, pensativa; vuelta hacia sus recuerdos se atraganta. Esos versos fueron los hijos que tuvimos. Los escribió a mi lado, me los leía antes que a nadie. Luego se me quedaba viendo. Ya no hablaba. Jugaba con el fuete y yo lo obedecía. Una mecha alumbraba su cuerpo desnudo y yo me abandonaba. Entonces también yo quería estar sólo en Cerritos, en ningún otro lugar.
*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
