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A/ Una lavandera

De la brasa del puro se alzaba una espiral ceniza mientras yo pensaba en el tiempo que pasa. En la azotea de enfrente, dos o tres pisos abajo, a la luz de un foco una lavandera refregaba, tallaba, sacudía, exprimía, iba acomodando las prendas en una tina de estaño. En aquella luz desvelada era lo único despierto –y el humo que me subía por la cara–. Sus brazos eran incansables. Iban y venían las manos, sacando de la ropa las marcas del trabajo, de los cuerpos, de los días. Salpicaba la lavandera y le brillaban los cabellos, constelados de estrellas, de espuma, de cristales. Mis ojos en la noche la miraban. Yo no oía el rumor de la ropa en sus manos. No oía su canción.

B/ Fusilamientos

Recuerdo cuando en el once casi me fusilan. Con los Mata y con el negro Plácido caímos prisioneros. Los capitanes enemigos, Baisa y Pacheco, ordenaron a cuatro hombres que nos pasaran por las armas. Y entonces empezaron: Baisa no quería que me fusilaran; Pacheco me quería muerto. Discutieron tan recio que por poco se dan de balazos. Se impuso Pacheco.

Vi caer a Jorge Mata. Después a su hermano Pedro.

Seguíamos Plácido, y luego yo. Pacheco iba a dar la orden cuando Baisa me gritó «¡Monta y pélate!»

Con agilidad propia de los años juveniles, de un salto monté un caballo que se hallaba a corta distancia y emprendí veloz carrera entre los breñales. Alcancé a oír la descarga.

Después supe que, a un lado de sus buenos sentimientos, por aquellos días, dicen, el capitán Baisa y mi madre… No hacen falta detalles.

*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

Felipe Garrido