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A/ Insomnio

—Tengo miedo—dijo la niña con una vocecita de algodón de azúcar, y alzó la mano para tocar al hombre que la veía, pero la bajó enseguida, arrepentida de su atrevimiento.

El hombre estaba sentado en una mecedora, al lado de la lámpara. Era una madrugada fría y se había arropado bien. Tenía una bufanda tejida y una boina gastada y un jorongo de lana doblado en cuatro sobre las piernas.

—¿Crees que venga? — preguntó la niña, sentada en la orilla de la cama, fuera ya de la luz, en la penumbra dorada que borraba los muros de la habitación.

El hombre volvió a dejar en las rodillas el libro que estaba tratando de leer y se frotó las narices ateridas y pensó que sería bueno prepararse un té, pero la mera idea de bajar a la cocina lo desanimó. Echó atrás la cabeza hasta el respaldo y sacó un cigarro, con las uñas, de la cajetilla que tenía en el bolsillo de la camisa. Lo encendió, fumó sin saborear el humo —pero eso le procuraba una sensación de calor— y después miró de reojo a la niña.

—¿Crees que venga? —insistió ella balanceándose frente a él, en medio del desorden de sábanas y almohadas, con un tono apremiante.

—¿Quién va a venir? —murmuró él, cansado.

—El de todas las noches —contestó la niña en un susurro, con un estremecimiento que no era de frío. Ella no sentía frío jamás. Por eso andaba con los brazos desnudos. Con una sombra de lirio que le velaba el rostro.

«¿El de todas las noches?», preguntó el hombre sin decir palabra, haciendo más alto el arco de las cejas, metiendo las manos bajo el jorongo, porque verla así, descalza, con la faldita corta, le daba más frío.

—El fantasma —susurró la niña encorvándose, sorprendida de haberlo dicho.

El hombre soltó una carcajada. Se sacudió tan violentamente que estuvo a punto de perder la boina y los ojos se le llenaron de lágrimas. Cuando alzó de nuevo la vista, la niña se veía borrosa. El hombre adelantó la cabeza para buscarla.

—¿Ya lo olvidaste? —dijo—. El fantasma eres tú.

B/ Como entonces

Ahora hay una alta jacaranda, una constelación violeta en estos días, que crece callada a su lado. Hay nuevas construcciones, una valla de alambre y buganvilias, estanques con lotos y carpas, ruidos nuevos. Al fondo los cerros, como siempre, con su perfil extraordinario, rematados por los giros de las águilas, por el vuelo imprevisible de las fugaces golondrinas, por las nubes continuamente renovadas.

De noche sigo, como entonces, las rutas luminosas de las estrellas y de la Luna, que se repiten como si nunca cambiaran… pero no siempre me acerco, porque hay gente que no conozco. Solamente cuando el viento desgaja los árboles y dobla los bambúes; cuando los nubarrones que llegan del norte se desploman en relámpagos y en lluvia tan apretada que borra la tarde.

Entonces llego al borde del pozo, igual que en aquel otro crepúsculo, con pasos cuidadosos, precavidos, para no caer, como entonces, y vuelvo a asomarme para ver si me encuentro.

*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

Felipe Garrido