

A / La felicidad
A mucha gente en la isla le preocupaba la felicidad. Cada quien la buscaba como podía. Los turistas llegaban urgidos y compartían con los isleños modos ingenuos de perseguirla, como la comida, las drogas, el sexo, los riesgos y los

juegos de azar.
Al igual que otros, Joaquín Armenta veía la felicidad en el dinero.
Elizabeth Antúnez Tercera pensaba que la felicidad iba a llegar un día por ella y se la iba a llevar en vilo.
Más de uno creía que la felicidad podría hallarse bajo las faldas de Elizabeth, y una escolta de miradas la seguía cuando pasaba por el mercado, con un cesto en la cabeza. No debe extrañarnos que el marinero ilustrado haya decepcionado a sus seguidores el día que intentó explicarles lo que había aprendido sobre la felicidad.

—La felicidad —dijo con buen ánimo, después de haber intentado otras descripciones— nos roza cada vez que estamos conscientes de que somos uno mismo con la creación; cada vez que sentimos que la unidad del Ser es nuestra unidad con el Ser.
Como era evidente que faltaban o sobraban palabras, el marinero creyó útil dar un ejemplo.
—La unidad de la creación —dijo— puede sentirse en los actos más simples. Cuando se respira o se bebe ron y se tiene la conciencia de que esto es una forma de unirse al Ser, entonces la felicidad puede sentirse. Porque la unidad con el Ser, la unidad de la creación, se han manifestado en el aire que respiramos y en el ron que bebemos.
Y alzó su vaso satisfecho, porque vio brindar a quienes lo rodeaban, y creyó que había sido comprendido.

B/ La Luna
Esa misma noche, en el balcón, el marinero permanecía callado, pues esperaba que la Luna brillara para hablar. Pero el cielo estaba cubierto de nubes.
Mientras tanto, como Ramón estaba ocupado y no seguía su historia, los parroquianos llamaron a los norteños y empezaron a bailar. El júbilo de las parejas fue creciendo y Marta, la vieja, gran bailadora, fue por el marinero y lo metió en la bola. Cuando el marinero estrechó la cintura de la mujer, las nubes se apartaron y brilló la Luna en un cielo sin tacha.
Esa noche, sin embargo, el marinero no abrió la boca, porque no siempre —dijo alguien que luego había dicho— es tiempo de hablar.

*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
