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El viernes 25 y el sábado 26 de abril se celebró en Tepoztlán, en su Nuevo Mercado Municipal, con el generoso apoyo del Ayuntamiento de la ciudad, el IV Encuentro Nacional de Escritores en la Montaña. Coordinado, como los tres anteriores, por la poeta y activísima promotora cultural Silvia Tomasa Rivera, este encuentro congregó a un público entusiasta y nutridísimo. En ese marco festivo y gozoso leí, entre otros, los cuentos que siguen.

A / Acuclillada

Acuclillada, Amaranta sigue con las puntas de los dedos el perfil de la tinaja. Feria en Tonalá. Estridencia de altavoces y polvo con vocación de cielo. Todo lo quiere Amaranta: los cántaros y los platones, las vasijas y las macetas, las ollas y los querubines. Todo lo toma, lo alza, lo mide, lo acaricia. Se arrebuja entre las piernas la amplia falda volandera para que no arrastre y va avanzando así, en cuclillas, entre molcajetes y alcancías, jarros, ánforas y comales.

Siempre que una mujer llega a un lugar donde se vende barro hay una fuerza descomunal que la llama desde su infancia y la devuelve al tiempo en que pasaba las tardes perdida con sus cazuelitas, sin que le importe entonces el precio de las cosas ni las arrugas en el espejo ni las guerras ni la globalización ni la sucesión presidencial ni que el Sol se apreste a pasar al otro lado de la Tierra ni que la capa de ozono ni que las estrellas ni que las galaxias ni que los hoyos negros ni que la curvatura del tiempo-espacio…

B/ Una mariposa

Un día, una mariposa que veía bailar a las muchachas en la feria de Acatlán quiso probar esa manera de sentirse viva y fue a pedirle a san Pascual que le hiciera el milagro de vestirla de fiesta, de darle un par de trenzas y cuerpo de doncella. Y el santo, que estaba de buen humor, le concedió el prodigio sin hacerse mucho del rogar. Llegó a la plaza, pues, la mariposa, y era tan deslumbrante que todos los jóvenes, en cuanto la vieron, hicieron a un lado a sus parejas y no quisieron otra cosa que bailar con ella. La mariposa nunca se había visto tan asediada, tan admirada, tan agasajada y, como a veces sucede con las muchachas que no saben llevar a cuestas su lindura, comenzó a engreírse más y más y no quiso bailar con nadie. Hasta que el santo, que ese día estaba de veras de buen humor, decidió que hacía falta darle una lección. Comenzaron entonces a brotarle las alas, pues aunque tuviera cuerpo de doncella y trenzas y estuviera vestida de fiesta seguía siendo una mariposa… y le crecieron y le crecieron hasta que no tuvo más remedio que salir volando.

C/

Lágrimas

La niña, sentada en el piso, lo miraba con los ojos arrasados en lágrimas.

Sólo lo miraba. Él hubiera querido que dijera algo, que gritara. ¡Era tan pequeña! Ella le buscaba los ojos, y él le esquivaba la mirada. Apretaba los dientes mientras guardaba una última camisa, algún calzón en la maleta. La mujer miraba hacia otro lado, como si no estuviera en el cuarto, como si no supiera lo que pasaba –nunca jamás había estado donde debía.

Eso había ocurrido muchos, muchos, muchos años antes, pero era ahora cuando, de pronto, lo había recordado. Y la angustia que sentía, el duelo, la desesperación no remediaban nada, no enderezaban nada, no mitigaban en nada el dolor del rompimiento. No con la mujer, que no tenía ningún valor, sino con la niña, que era carne suya. Por el contrario, lo hacían crecer, lo doblaban, y ahora era él quien, al tiempo que recordaba dejaba escurrir las lágrimas, se veía borrado en el espejo.

D/

Frida

Frida me gustaba porque tenía los ojos rasgados. Porque su cuello era largo, como de garza. Porque usaba trenzas. Porque ya se le dibujaban las nalgas y quebraba la cintura. Frida me gustaba, sobre todo, porque era mala.

Era perversa, todo el tiempo; hubiera o no razón; estuviera de malas o de buenas. De noche, al fondo del patio, Frida ponía los ojos en blanco, hablaba ronco, se llenaba la boca de espuma y decía que tenía dentro un diablo. Mis primos y yo salíamos corriendo. En el corral, de pronto se tiraba a tierra, se revolcaba, se despeinaba, se arañaba gritando, hasta que llegaban mi tía, o mi madre, o la abuela. Frida nos acusaba de que le habíamos pegado. Nos castigaban. Frida le sacaba los ojos a un pollito y lo ahogaba en la pileta y decía que había sido alguno de nosotros, que nos había visto. Nos castigaban.

Alguna vez Frida se me fue acercando, sus ojos en los míos, el aliento entrecortado. Su lengua era fresca, de pitahaya y arrayán.

*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

Felipe Garrido