Felipe Garrido*
A / La lección más importante, I
Hace medio siglo, cuando yo estudiaba Letras en la UNAM, un día la maestra Millán nos pidió que leyéramos “Talpa”, el cuento de Rulfo: enfermo y cada vez más débil, Tanilo Santos suplica a un hermano suyo –quien cuenta la historia–, y a su propia mujer, Natalia, que lo lleven a Talpa. Cree que sólo Nuestra Señora de Talpa podrá curarlo. Y Natalia y el narrador acaban por llevarlo, a pie, durante días, por brechas al principio desiertas, y llenas de peregrinos al llegar al santuario.
Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos para que siguiera caminando.
[…] queríamos que se muriera […] Me acuerdo muy bien de esas noches […] la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella, iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos.
Éramos cumplidores; leímos el cuento. Pero cuando, en la clase siguiente, la maestra preguntó por qué, cuando Natalia y su amante finalmente asesinan a Tanilo tienen que romper su relación, nadie respondió.
Acabábamos de salir de Talpa; de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.
Habíamos entendido por encimita. Sabíamos qué decía el autor que habían hecho los personajes, pero no habíamos explorado las brechas entre lo que los personajes hacen y lo que los personajes quieren, fingen, se proponen. Nada nos habíamos preguntado sobre sus motivos ni sobre sus silencios. Habíamos repetido las palabras de Rulfo, pero no las habíamos interrogado.
La maestra recogió los libros que acababa de dejar sobre el escritorio y, mientras abandonaba el salón nos dijo: “Niños, hay que leer con los ojos abiertos.”
Ésta es la lección más importante que he recibido sobre el arte de leer.
B / La más importante lección
Aprendemos a escuchar y a hablar sin sentirlo, imitando a quienes nos rodean. Lo hacemos desde hace tanto tiempo que hemos desarrollado una predisposición biológica para adquirir una lengua. A menos que se sufra alguna enfermedad, o que no se tenga contacto con otras personas, todos los seres humanos aprenden a escuchar y a hablar en el idioma que se hable en su entorno; adquirir un habla los incorpora a su sociedad.
Escribir y leer son novedades; empezamos a hacerlo hace unos siete mil años. Y no todos los casi siete mil idiomas que existen en la Tierra cuentan con un sistema de escritura. Y en el caso de lenguajes que se escriben, no todos sus hablantes pueden hacerlo. Todavía estamos lejos de poseer una predisposición biológica para la escritura y la lectura.
Nuestra cultura, sin embargo, se ha formado a partir de las ventajas que ofrece la lengua escrita: la más obvia es la capacidad para preservar, acumular y transmitir información. En nuestra sociedad, aprender a escribir y a leer es lo primero que hay que aprender para aprender todo lo demás.
Pero aprender a escribir y a leer de manera elemental y mecánica, meramente ser alfabetos o estar alfabetizados, no es suficiente. Hace falta pasar de ese nivel de lectura utilitaria, donde se lee con los ojos entrecerrados, a ese otro nivel donde se lee con los ojos abiertos y hay conciencia de que lo más importante al leer es construir la comprensión del texto.
Hay algo más, extraordinariamente importante: un buen lector, un lector auténtico, es capaz de escribir clara y correctamente. Es capaz de producir textos y disfruta redactarlos. Lectura y escritura deben ser inseparables.
Hay un enlace íntimo entre la construcción del pensamiento y el discurso. Hablar nos enseña a poner en orden el pensamiento; lo que creemos, sentimos, sabemos, proponemos. Y ese enlace es aún más intenso y productivo entre la construcción del pensamiento y la escritura, que es un discurso suspendido, susceptible de ser modificado. Ese particular trato con las palabras que significa la escritura –planear un texto, investigar su materia, revisarlo, reescribirlo– nos permite organizar con mayor provecho nuestro pensamiento y entender mejor lo que leemos. La escritura nos forma como lectores y como seres humanos.
Hoy más que nunca necesitamos formar más lectores capaces de producir textos. Desesperadamente nos hacen falta. No hay otra manera de salvar este país. Es un asunto de vida o muerte.
* Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM desde 1973. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.