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Felipe Garrido*

A / Hermano

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–Hermano, hermano… qué ganas de verte. Hace tanto tiempo que no nos hemos visto, que no nos encontramos… –Hermano le había dicho de antiguo, de siempre, de hacía muchos años, muchos… Aunque en realidad no fueran hermanos, pero es que él era lo más parecido a un hermano que había tenido en la vida… y además se conocían de tanto, tanto tiempo…

–Acabo de verte. Te vi de lejos apenas ahora que llegaste –iba por la calle hablando en voz alta y las gentes que se hacían a un lado para dejarlo pasar volteaban a todos lados para ver si podían ver a quién le estaba hablando, pero no encontraban a nadie y entonces se alzaban de hombros, o meneaban la cabeza, o hacían con el índice derecho un remolino en el aire, al lado de la sien y alzaban las cejas y pelaban los ojos…

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–Pero, hermano, tuve que esperarme allí en la esquina, hasta que pasara el trolebús… apenas un ratito, fue sólo un instante… hasta que pudimos cruzar al otro lado de la avenida… Pero eso bastó para que te me perdieras… te me escondiste, te me enredaste con la gente, ya no supe dónde quedaste…

–Y, de momento, ya no supe si regresarme. Caminé una cuadra todavía; luego sentí que tú también habías cruzado, que estabas a unos pasos, que me estabas vacilando, que te escondías para de pronto darme la sorpresa…

–Te he estado llamando en estos días… un rato hace, en realidad; a todos los números que tengo… al de tu casa y a la chamba y al celular y al de tu hijo y al de tu hermana… y tú sabes, también al de… Sí, también al de ella. ¿Todavía se ven? Ahorita, la verdad, yo no los recuerdo, no me acuerdo de ellos, no podría decírtelos, pero los tengo anotados… todos sus números… y tampoco allí te he encontrado. En ninguno de ellos. Suenan y suenan y nadie contesta. O dicen que no te conocen, que no saben nada de ti.

–Espera, hermano… No te muevas de allí donde estás. Clarito, clarito, acabo de darme cuenta de dónde estás, dónde te quedaste. De veras tengo muchas ganas de verte, hermano. No te muevas, te digo… Espérame tantito. Ya casi llego allí donde estás.

B / Orugas y ortigas

Hacia 1970, en una escuela que estaba a espaldas del Cine de las Américas, en México, la directora me prestó un salón para que, en el recreo, leyeran conmigo los alumnos de quinto y sexto de primaria que prefirieran eso a quedarse aglomerados en el patio, demasiado pequeño. Durante el recreo, llegué a tener conmigo más de cuarenta chamacos y chamacas. Alguien –a veces yo- leía un texto y luego lo desmenuzábamos entre todos. Un día, en los Versos sencillos, de José Martí, llegamos a las siguientes estrofas:

Cultivo una rosa blanca

en julio como en enero,

para el amigo sincero

que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca

el corazón con que vivo,

cardo ni oruga cultivo;

cultivo una rosa blanca.

No me di cuenta; estaba distraído. Pasé por los versos sin ver otra cosa que las buenas intenciones del poeta. Pero Rosaura, una morenita implacable que iba en quinto, alzó la voz (estábamos en recreo; no hacía falta pedir permiso para hablar): “¿Cardo ni oruga cultivo? ¿Se cultivan las orugas? ¿Se llama oruga alguna planta? ¡Una oruga es un gusano!”

Acudimos al diccionario, siempre a la mano. Encontramos cuatro acepciones: una palabra cambia de significado según el contexto en que aparezca. Alguien tiene que enseñarnos a usar el diccionario. En aquella aula esa responsabilidad era mía.

En su primera acepción, oruga es una planta silvestre cuyas “hojas se usan como condimento”. En la segunda, una “salsa gustosa que se hace de esta planta, con azúcar o miel, vinagre y pan tostado”. La tercera, la que todos teníamos en mente: una larva de mariposa. La cuarta es esa banda sin fin que llevan a los lados los tractores o los tanques de guerra para avanzar por cualquier terreno. Oruga, pues, podía significar una planta pero, al lado de cardo, que es una planta espinosa, ¿tenía sentido? El grupo concluyó que no.

Habíamos leído repitiendo las palabras sin comprenderlas y sin darnos cuenta de que no las estábamos entendiendo.

La conclusión fue escandalosa: había un error.

Los libros pueden estar equivocados, mal traducidos, escritos en variantes del español que no conocemos bien; los libros pueden tener datos incorrectos, o palabras mal escritas por descuido o por ignorancia de sus autores, de sus traductores o de sus editores… Oruga no podía ser; tenía que ser otra palabra.

Tras discusiones bastante animadas, el grupo acordó que ortiga quedaba mucho mejor que oruga, porque las hojas de las ortigas segregan un líquido que produce una sensación de quemadura. Tachamos en el libro oruga y anotamos al margen: ortiga –luego vimos en otra edición que no habíamos errado.

Aprendimos algo importantísimo: un buen lector puede descubrir un error en el texto: tropieza al llegar a esa línea; no le encuentra sentido.

*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM desde 1973. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

La Jornada Morelos