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La reciente aprobación de la reforma constitucional al Poder Judicial implica el fin del principio. Es decir, queda atrás la batalla conceptual-académica, de diferencias políticas, de encono mediático (no podemos estirar más la liga, con más polarización social) y de la imposición hegemónica del gobierno federal (ilusamente pensamos que la aplanadora era cosa del pasado). Ahora, en el horizonte tenemos el inicio de todo.

No me voy a detener sobre las verdaderas razones de impulsar la reforma en los términos establecidos, ni en la mansedumbre partidista-legislativa para su aprobación, ni en las trapacerías para lograrlo (habría que pensar en sanciones políticas eficaces). En este punto, hay que plantear -mínimo-, la inhabilitación para cargos de representación, a quienes traicionan a sus votantes al cambiar -por conveniencia e interés particular-, el sentido de voto o se pasan descaradamente a otra bancada en la Cámara. Su condena debe ser el ostracismo, al que se refiere Irene Vallejo, en su último artículo (Milenio, 11 septiembre). Ya no basta la fórmula “la historia los juzgará” o “tendrán un lugar en el basurero de la historia”.

No, es momento de dar vuelta a lo que hace tiempo señalé era una “sentencia dictada” (LJM, 27 junio). Ahora, los esfuerzos se concentrarán en la implementación de la reforma y la puesta en funcionamiento. De ser genuina la transformación del Poder Judicial, se deben dejar a un lado las ocurrencias y ligerezas; en su lugar, es imprescindible la toma de decisiones meditadas y no apresuradas, de política jurídica y de política legislativa (fuera complacencias para nada ni para nadie). Es necesario contar con un cronograma que incluya las etapas, tanto de arranque del nuevo sistema de administración de justicia (elección de jueces, magistrados y ministros), como de seguimiento a la operatividad cotidiana. Es preciso contar con responsables visibles, que den cuenta del avance… o retroceso que se tenga.

Hay que exigir que en la ruta que se trace se incluya como condición ineludible un aspecto que hasta ahora ha estado fuera de la discusión y del que no se ha hablado, pero que es imprescindible, ante la envergadura de lo aprobado: medir la eficacia y eficiencia de la reforma que tenemos a la vuelta de la esquina.

Fue insistente y repetitiva la narrativa de sus defensores y de los legisladores que lo aprobaron: el pueblo votó por cambiar de raíz el sistema de impartición de justicia; sólo de esa manera se erradicará la corrupción y los privilegios de quienes integran el poder judicial; se alcanzará la justicia para el pueblo y se hará realidad el postulado constitucional de “justicia pronta y expedita”. De acuerdo, partamos de esa premisa. Ahora, debemos enfocarnos en dar forma a un esquema de medición, para verificar si, en la realidad cotidiana de los juzgados y tribunales, se logra ese propósito, para lo cual se deben establecer los parámetros específicos (cualitativos y cuantitativos), que incluyan productividad, resoluciones imparciales, erradicación de corruptelas y criterios que muestren independencia de actuación. Propongo lo siguiente:

Primero. Establecer, legalmente, una fecha fatal, a manera de fecha de caducidad, que sirva para hacer un alto en el camino y determinar si el nuevo sistema está cumpliendo los objetivos propuestos. Nueve años es un plazo razonable para esa revisión de fondo y a fondo. No se empalmaría con fechas electorales.

El escenario se debe ver de manera objetiva, es decir, contemplar el éxito de la reforma, pero también la posibilidad del fracaso, en cuyo caso, se deben tomar las acciones constitucionales, políticas y legislativas para superar esa eventualidad y no dejar que se haga más profunda la crisis que podría sobrevenir.

Segundo, El responsable de la implantación de la reforma debe tener rostro, nombre y apellido. Su obligación es rendir cuentas periódicas del avance (en el mejor de los casos), estancamiento o retroceso de la reforma. Aquí juegan un papel relevante las organizaciones de la sociedad civil y las universidades, a las cuales, de manera obligatoria, se debe escuchar y atender sus análisis y propuestas. En este sentido, es necesario establecer esa obligación en norma legal.

Es preciso establecer las variables de medición, que sean del conocimiento general, que arrojen datos medibles, verificables, integrales y de fácil entendimiento. Es fundamental establecer las reglas de la métrica del nuevo sistema judicial. No se admiten autocomplacencias, ni justificaciones. Lo que es, es.

Tercero. Se debe prever que ante un eventual fracaso de la reforma (no es descartable), debe haber la obligación de reformar y/o rediseñar (con base en lo qué falló), el sistema que ahora se presume con bombo y platillo. Aquí, insisto en lo que antes he señalado (LJM, 7 marzo): que haya un referéndum o consulta popular, en los términos previstos en el artículo 35, fracción VIII constitucional. La participación de la sociedad requiere mayor materialización. Es una condición para fortalecer un sistema democrático.

Ante una realidad irrefutable, no debe haber soberbia, ni cerrazón de nadie, mucho menos, desdén e indiferencia. Más vale prever las medidas y mecanismos ante cualquier escenario. No se puede volver a tropezar con un sistema de justicia que no se corresponda, ni responda a las necesidades y exigencias de la realidad mexicana. Lo que viene y debe venir hay que empezarlo ya.

* Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) / eguadarramal@gmail.com