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Del entretenimiento a la propaganda

Gustavo Yitzaack Garibay L.

Todo régimen necesita de sus propios relatos y, en consecuencia, de sus narradores: acólitos, laicos y seculares. Lo hemos visto, lo vemos, lo seguiremos viendo. Intelectuales, escritores, poetas, artistas, talleristas, cronistas,agrupaciones artísticas, agentes culturales nos acercamos al poder porque buscamos incidir en la toma de decisiones, en el diseño legislativo y presupuestal, en la programación.

Sí, lo he dicho siempre, el arte es cortesano, en unos contextos más que en otros, sobre todo cuando se acerca sumiso al núcleo del Estado, cuando no guarda las distanciassuficientes para procurar libertad y autonomía creativas.

En Morelos tenemos antecedentes en el graquismo y en el cuauhtemismo de cómo la administración estatal puede ser negligente y acometer una invasión bárbara que aún callan propios y extraños ante la destrucción de procesos comunitarios, pero sobre todo por haber endurecido el centralismo cultural como un modelo de gestión para hacer del desarrollo cultural un modelo para el expolio: proyectos culturales y artísticos a modo (sus artistas, sus pintores, sus bailarines, sus amigues), megaconciertos (bisne al más puro modelo OCESA, del Teatro Ocampo al Teopanzolco), museos y auditorios solo para Cuernavaca (la creación de los fideicomisos del Museo Juan Soriano y del Auditorio Teopanzolco), subsidio para un puñado consentido-cercanode artistas y algunes promotores. 

El cuauhtemismo no supera al graquismo, pero lo consecuenta porque, como lo hemos documentado en varios artículos para La Jornada Morelos, se vuelve apéndice desde la negligencia y la corrupción, nunca llevadas al extremo de la ignorancia cínica.

La realidad no se transforma por decreto, ni por buenas intenciones, pero sí es posible cambiar la percepción sobre ella a partir del control de las narrativas que la constituyen, incluso su ficcionalización en tiempos de la postverdad. En el principio fue el verbo, como lo mencionan casi todos los mitos cosmogónicos en todas las civilizaciones. 

Para nadie es ajeno el momento de politización generalizada por el que atraviesa México. Tal vez la impronta de asumir una posición política y/o partidista frente al poder público no ocurría con tanta claridad desde la Revolución Mexicana. 

Hoy, como de manera hegemónica lo hicieron durante mucho tiempo el cine, la prensa escrita, la radio y la televisión, las redes sociales constituyen industrias culturales de propaganda. Pero estos no son los únicos espacios de formación de aquello que llamamos opinión pública, de alienación o de manipulación para distorsionar la realidad o distraernos de ella, la batalla también ha sido y es cultural. No existe proyecto de nación ni civilizatorio que no esté atravesado por un proyecto cultural.

El proceso de la autodenominada Cuarta Transformación, hay que reconocerlo, reactivó de manera radical la discusión pública sobre el ejercicio del poder y de la función pública, como pilares para cimentar, por lo menos desde la narrativa oficial, el cambio de régimen (neoliberal en su última fase, la de su decadencia). 

Es claro que estamos más allá de la vieja pugna entre liberales y conservadores. Nos situamos en medio de una batalla en la que se disputa desde el ejercicio del poder hasta la escritura de la historia. No es un proyecto menor.

Para el caso de Morelos, es necesario analizar los antecedentes graquistas, de cómo se inauguró desde ahí un proyecto cultural apoyado en el esquema de las industrias culturales, a partir de la realización de megaconciertos con la presencia de cantantes como Sting, Plácido Domingo, Lila Downs y Natalia Lafourcade o de artistas performancerascomo Astrid Hadad, redefiniendo el consumo cultural local, así como la conformación de las agendas artísticas que se justificaron bajo esquemas conceptuales de arte público, para el pueblo, es decir para una cultura de masas.

La falta de accesibilidad a teatros, centros de convenciones, estadios, museos, salas de conciertos, y de espectáculos, debido a la centralización, también explica cómo la reducción de la oferta cultural corresponde al monopolio del Estado o de los Ayuntamientos para allanarle a la iniciativa privada lo que le impide a la gestión cultural local. Los públicos específicos no venden, las masas sí. 

Todo se trata de negocios y del gusto detrás del estilo personal de gobernar:

(…) Desde hace tiempo —exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto—, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin, todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo. (Juvenal, Sátiras X, 77–81)

Seguimos con la pregunta. ¿Bajo qué criterios se programan, con recursos públicos, bailes, jaripeos, torneos, cabalgatas, liguillas, y megaconciertos, propios de la industria cultural comercial?