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Omar Alcántara Islas*

Orson Welles expresó en una ocasión que una adaptación cinematográfica se realiza porque se tiene algo que decir sobre el texto literario elegido. Él lo sabía, pues hizo una aportación original al filmar la novela El proceso de Franz Kafka. Las películas agregan, de este modo, la posibilidad de concretar las imágenes que ofrece a la imaginación un texto literario. En el caso del ensueño rulfiano, ofrecen plasticidad a ese mundo de ultratumba.

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Quizá no fue necesario imaginarnos el rostro de Juan Preciado para convivir con él en nuestra lectura, mientras que Tenoch Huerta o John Gavin –en la obra de Prieto o en la de Velo– ofrecen la plasticidad mencionada a la interpretación fílmica. Porque se insiste, una película es una entre otras tantas lecturas posibles. Pero la novela de Rulfo, en particular, es un desafío para el cine, tanto por su polifonía como por su poética, ya que entre tantos muertos hay un «personaje» que está vivo y cambia tanto como toda la obra cada vez que uno vuelve a leer la novela, me refiero al lenguaje.

Esa riqueza verbal provoca que a pesar de las vilezas que se nos relatan, ese mundo espectral nos parezca luminoso e íntimo, ¿cómo puede captar el cine esa exuberancia y originalidad lingüística si no es utilizando sus herramientas más propias? Es decir, el juego con la imagen o la luz. Recordemos que «cinematografía» significa «escritura del movimiento» y más adelante la definió el director ruso Tarkovsky como el arte de «esculpir el tiempo».

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Tanto la literatura como el cine son artes que se realizan en la línea temporal de los acontecimientos humanos, por lo cual llevan una narrativa implícita, de ahí su cercanía; pero ya se utilice la palabra o se quiera esculpir con la luz, asistimos a un mundo que se va desdoblando ante nuestra mirada; no es como la pintura, por ejemplo, que se nos ofrece completa en su expresión «de un solo golpe»; aunque la manera de ver cine en nuestros días o la literatura también ofrecen la posibilidad de la demora para disfrutar de la contemplación de un instante.

Pero así como Rulfo es un maestro de la palabra, hay también maestros de la imagen en blanco y negro o a color. Por eso las adaptaciones de Pedro Páramo –Velo (1967), Bolaños (1976), Sánchez (1981) o la última de Rodrigo Prieto (2024)–, según este punto de vista, logran trascender su origen literario cuando más empeño ponen en ser cinematográficas; dicho de otro modo, lo que para el lector puede ser visto como una traición, debe provocar algo en el espectador con la fuerza para hacernos olvidar que se trata de la adaptación de una obra literaria. Enfatizo, es solo una opinión, pero ese sería el reto al que se enfrenta un cineasta. Un par de ejemplos a continuación.

En la película de Prieto, durante la noche llena de remordimientos que pasa el Padre Rentería (minuto 24:46), mediante una toma cenital vemos al Padre en su cama a la par que un crucifijo sobre la pared; captar a ambos de esta manera no solo expresa la metafísica soledad del personaje –la cual tiene su equivalente en la novela–, sino también el bagaje del director, porque esta toma para el observador privilegiado –y debo a un par de amigos esta anotación– nos remite a la pintura de Salvador Dalí, el «Cristo de San Juan de la Cruz». Por consiguiente, a pesar de que el filme mantiene una estrecha cercanía con la obra que le da origen, intenta apartarse de la misma para buscar su identidad fílmica.

Lo mismo ocurre cuando acaece la muerte de Juan Preciado. Mediante una serie de tomas continuas la cámara, desde diversos ángulos (plano general, picado, contrapicado), capta cuerpos desnudos en el cielo que llevan, nuevamente, a pensar en la pintura, en este caso, en la renacentista de Miguel Ángel. Pues bien, esto último que se agrega a la historia de Rulfo ha escandalizado a algunos «porque eso no está en la novela», mientras que otros lo analizamos como meritorio y pensamos que la ópera prima de Rodrigo Prieto, de alguna manera, cumple como filme, sobre todo por su fotografía en la cual el director ya ha demostrado su talento.

Por falta de espacio no se profundizan en otros aspectos de la película, pero basten este par de escenas para explorar algunas afinidades y divergencias del cine y la literatura. Parafraseando a Italo Calvino, hay experiencias que sólo el cine y la literatura pueden ofrecer en su ámbito particular, así que celebremos la posibilidad de poder disfrutar de ambas artes.

*Doctor en literatura comparada

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La Jornada Morelos