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(segunda parte)

 

Una de mis más impresionantes experiencias pesqueras la tuve en la presa de Badiraguato, en Sinaloa. Fui con Eugenio, invitados por el mochiteco Ricardo Aguirre, generoso amigo. De Los Mochis volamos a la presa en su avioneta y en la pista de tierra donde aterrizamos ya nos esperaba el vehículo del hotel de pescadores que allí había, en medio de la nada. Había muchas otras aeronaves de matrícula estadunidense y los únicos mexicanos hospedados en ese lugar éramos nosotros. Sonaba curioso nuestro español entre las generalizadas conversaciones en inglés que se escuchaban alrededor. Al día siguiente nos levantaron de madrugada para tomar un frugal desayuno y embarcarnos al amanecer. Cada uno de los pescadores tenía asignada su propia lancha y asistente, quien era además el conductor y barman particular. Previamente se nos había preguntado qué bebidas queríamos –cada uno- para los diferentes momentos del día. Las lanchas eran metálicas y el asiento delantero, el del pescador, era giratorio. Había una caja con anzuelos y señuelos para escoger y las indispensables hieleras en ese cálido clima: una para las bebidas y otra para los pescados.

Allí la técnica de pesca empleada es el casting con caña, consistente en lanzar el anzuelo hacia un lugar determinado (donde nos lata que haya peces) y de inmediato recuperar lentamente la línea; el anzuelo disimulado con el cebo artificial (por lo general con plumas que parecen insectos o metales tornasolados que simulan escamas de peces) se va moviendo al ser jalado por el cable de nylon y es cuando pican los peces. Lo que allí se atrapa son lobinas big mouth, especie de robalo de agua dulce cuya blanca carne es muy apreciada por los conocedores.

Pescamos un par de docenas cada quien durante la mañana y nos reunimos las varias lanchas de amigos en una isla, hacia las 12 del día –concurriendo a una cita previa-, donde los anfitriones del hotel tienen instalada una rústica pero muy completa cocina atendida por guapas sinaloenses. Comimos tiras de lobina en sashimi con salsa de soya, cebiche de lobina, caldo de lobina muy bien sazonado y ligeramente picosito y filetes de lobina empanizados. No se crea que aquello fue repetitivo; para nada, fue un banquete extraordinario muy bien irrigado. Ya comidos, después de una mañana de sol y varias cervezas heladas y otros líquidos, dormimos profundamente en unas cómodas hamacas que tienen exprofeso en aquella isla.

Hacia las cuatro de la tarde se inició la pesca vespertina: cada uno a su lancha con su asistente. Concluyó al anochecer y la pesca estuvo tan abundante como en la mañana. La cena en el hotel fue muy diferente y lujosa: filetes de lobina a la vinagreta alcaparrada, fríos; luego otros calientes, horneados al gratin de quesos finos y terminamos con otros más, estofados en vino blanco.

Después de un par de días con ese ritmo de vida y alimentación de privilegio, volamos a Los Mochis con dos hieleras repletas de filetes de lobina que mucho aplaudió la familia cuando arribamos finalmente a la ciudad de México.

La trucha azul también se pesca con casting, y Emiliano se lucía con grandes ejemplares en un rancho piscícola que está cerca de Río Frío. La última ocasión que estuvimos en ese excelente lugar sacó una trucha de casi un kilo (enorme peso para esa especie). Pescamos suficientes para hacer una comida en la casa. Las preparé a la mantequilla con abundantes almendras en rebanaditas. Gustaron.

Emiliano aun no llegaba a la adolescencia y ya era un excelente pescador. Cuando íbamos al lago de Tequesquitengo, antes de que nos levantáramos, él ya estaba junto al agua, con un pan como carnada y una coladera de la cocina haciendo las veces de red, y cuando regresaba traía consigo una docena de pequeñas mojarritas que limpiábamos juntos y freímos doraditas.

En el malecón del centro de Acapulco, nos gustaba pasear después del atardecer. Le compraba su madera con cable y anzuelo y sorprendía a turistas y lugareños por su habilidad (en realidad es un cierto tipo de sensibilidad; los pescadores lo saben). Un día sacó un gran pez sapo, gelatinoso, de esos que venden en ese mismo puerto, en el mercado de artesanías, inflado y disecado. Desde luego, lo devolvió al mar.

Me dio un gran placer llevarlo a pescar en Cancún a altamar, en el yate de un amigo, donde sacó una gran barracuda que nos comimos en cebiche.

Con los años se ha convertido en un buen buzo y a últimas fechas ha estado entrenando buceo libre. No nos gusta a Silvia y a mí saber que ya puede bucear más de dos minutos a pulmón… Unas vacaciones de fin de año recientes, en Playa Ventura, Guerrero -donde van muchos cuernavacenses-, arponeó un pez de casi cuatro kilos y lo comimos a la talla con tortillas y salsa, ¡diez comensales!

Valgan de colofón unas líneas de paremiología ictiológica:

  • Abadejo y amor de viejo, todo es abadejo.
  • Bacalao recalentado es más bueno que el guisado.
  • Buena la trucha, mejor el salmón, bueno es el bagre si tiene sazón.
  • Como no nos falten bagres, comeremos en vigilia.
  • Con los peces, vino tres veces.
  • La mujer y la sardina, entre más chica más fina.
  • Manos duchas comen trucha.
  • Peces vivos quieren agua, muertos vino.
  • Tres veces nada el buen pez: en agua, en aceite y en jerez.