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Llevo unos cuatro días en Génova, Italia. Pisé Barcelona por un segundo y ahí recogí unos últimos textos antes de abordar mi casa flotante. Pasé rápido a la mítica librería de Sant Jordi en la calle Ferran, y ahí mismo, el encargado me recomendó Helena: o, El mar del verano de Julián Ayesta. Salí feliz de ahí como si recuperara algo. Necesitaba acoger en mi palabrera algunas letras en español.

Me sucede que después de hablar tanto inglés anhelo el español como si fuese una patria perdida. A veces cuando estoy con personas de otro país y estamos en un restaurante donde se habla español me siento el más guapo conversando con el camarero, es como acoger mi patria por un momento, siento que en ese ping-pong de charla un poquito de casa se me cuela, y con ella mis padres que me enseñaron a hablar.

Es como tocar tierra, decir gracias por las palabras con las que puedo ser.

Hablaba con una amiga, le decía que el español es bonito porque tiene muchos matices, por ejemplo para ella (Estadounidense) en cuestiones románticas sólo existe el I LOVE YOU, y sólo se dice cuando hacen del sentimiento una formalidad. Para mí – le decía- , querer tienen muchos matices en español, podemos decir: te quiero, te anhelo, te estimo, te tengo cariño, te amo, etc… y todos esos matices son como pintar con acuarelas nuestro amor por los demás. No es diestra o siniestra. No es blanco y negro. Es mucho más complicado que eso.

Volviendo a Génova, es una ciudad vieja, fundada en el año 1100, es conocida porque fungió como capital de comercio marítimo durante un periodo importante y por la mítica bomba que los británicos lanzaron en 1941 y que por azares del destino no detonó. La bomba se encuentra en la catedral de San Lorenzo como prueba de protección y milagro de Dios a favor de los italianos. Es curioso ver una bomba en una iglesia tomada como milagro, y no pensar que bajo esa misma institución (la iglesia) se cometieron crímenes, invasiones, cruzadas y terrores igual o peores.

Mientras me encaminaba a la estación de metro Sarzano, pensé en las cosas más italianas que hay por hacer, pero sobre todo por comer. El pesto era el primero en mi lista, es un condimento típico del área de Liguria, lo que quería decir que estaba en el mejor lugar para probarlo.

El pesto es una salsa, basada en hojas de albahaca, piñones, aceite de oliva, queso, ajo y sal. Según algunas recomendaciones y googleadas, acabé dando con el restaurante Cavour Modo 21, un pequeño lugar a las orillas de una colina. El lugar es íntimo y tiene un perfecto ambiente a cocina chica, nada muy refinado y ostentoso pero no por eso pequeño, fue un 10/10, la pasta era increíble, la atención muy buena y rápida, en cuanto a el pesto: era fresco aromático y con buena consistencia. Lo acompañamos con un vino blanco, y media jarra de vino rosado espumante.

Fue una cena linda, entre amigos, íntima. Una escena como esa me hace sentir que estoy en una película de Julia Roberts, ¿quién soy yo tomando vino, comiendo pesto y riendo con amigos en Italia? El corazón nos late. Es en esos momentos cuando tenemos la absoluta certeza de que la vida merece la pena de ser vivida, pero no me mal entiendan, no es el pesto, ni la pasta, ni Italia, porque la verdad es que he sido igual o más feliz en cualquier otra condición, pero no por ello niego la belleza, porque existe y no sólo aquí, sino en cualquier plato caliente que compartes con amigos cuando hablas desde el corazón, cuando expones tus miedos y tus flaquezas sin miedo a ser juzgado, cuando te descubres en la vista del mar estallando al atardecer, en el salud de un vaso de vino rosado, en el decir hoy yo invito porque sientes que no mereces tanto, en el otoño de nuestros años, en saberte frágil y chiquito.

Saliendo de ese restaurante hablamos cosas del día y nos encaminamos a fundirnos con la noche. Hoy estamos vivos, no sabemos qué será mañana de nosotros.

A veces no hace falta saber me dijo Mar hace unos días.