Durante algún nocturno sábado de luna llena, luego de caer derrotado (por nocaut técnico) en la pantalla, salí a dar un paseíto. Es bueno ventilarse de vez en cuando, nomás. Desde hace años con esas lunas me da por detenerme bajo los cables de corriente eléctrica a recitar de memoria el comienzo de “Noche terrible” de Roberto Arlt: “Distancia encajonada por las altas fachadas entre las que parece flotar una neblina de carbón… Por encima de las terrazas plafón de cielo sucio, borroso, a lo lejos rectángulos anaranjados en fondos de tinieblas. La luna muestra su borde de plato amarillo, cortado por cables de corriente eléctrica.”
¿Por qué siempre lo mismo? Mismas condenadas lecturas, mismas noches terribles. Me hundía por ahí cuando se encendieron los focos de un coche estacionado a un costado de la calle; desde la ventana del chofer salió un brazo haciéndome señas para que me acercara. Bueno, esa noche, como dice el bolero, un fracaso más qué importaba. El reflejo del plato amarillo sobre el parabrisas no dejaba ver quién era mientas me encaminaba hacia el coche, pero una tenue musiquilla se empezó a oír hasta hacerse reconocible. Eso daba un poco de confianza, y al llegar, lo identifiqué: un vecino, un vecino con el cual siempre me saludo pero nunca hablo. (¿Con cuántos seres se hace lo mismo? Este ánimo plomizo no quiere saberlo).
-Qué dices.
-No puedo dormir, carnal.
-Uta… ¿Tienes insomnio?
-¿Insomnio? Sí… insomnio.
-Yo salí a mirar la luna.
-Está chida.
Después, nada: la musiquilla continuaba, el vecino apoyaba los brazos sobre el volante y yo ahí parado, nomás.
-Súbele un poco, es una buena rola.
Bocinas poderosas, el coche parecía cimbrarse junto con chofer, cables, calle, yo, plato amarillo. El final de la canción fue la señal para despedirnos con un gesto.
-Ojalá puedas dormir un poco.
-Sí, carnal.
Volví a mirar el profundo cielo de noviembre antes de bajar la vista hacia el fondo de la calle. Me han pasado otras cosas ahí, algunas raras, otras muy tristes: hallar gatos y perros atropellados, recoger un mango gigante que parece bastante bueno pero que en realidad está machucado, ver amistades yéndose para siempre rumbo a la ciudad. Lo curioso: cierta tarde encontré desperdigado en la acera un nutrido caudal de fotos enmarcadas del Che Guevara en las más diversas actitudes. Impresionaba un poco ver ahí, entre latas de coca y restos de maruchan, la imagen del guerrillero heroico. Esa tarde, luego de fotografiar tal extraña instalación, elegí una de las fotos donde más guapo está el comandante para ponerla en la ofrenda de muertos.
Regresé a casa, dispuesto a todo. Me enfrenté nuevamente a la pantalla. Perdí por puntos. Oí un lejano grito. Pensé en un cine abandonado, en el vecino insomne, en un amigo ausente, en el cuento de Arlt, cuando durante toda una noche el protagonista cuenta las horas, angustiado, y especula: “Es lo mismo cometer un crimen”.
Ahora yo tampoco podía dormir. Apagué pantalla, luces, intenté quedar por completo a oscuras. Pero el plato amarillo de algún modo se las arreglaba para proyectarse sobre cualquier superficie, el piso, las botellas, un cuchillo, la estrella del Che. ¿Es esto como estar en el Polo durante el verano? ¿No poder apagarse nunca completamente porque siempre en el entorno permanece una vaga pero pertinaz luz? ¿No hay una película sobre un detective incapaz de resolver el caso debido a la ausencia de auténtica oscuridad? ¿Por eso perderé siempre contra la pantalla?
Sin respuestas, hice lo de siempre, el recurso último del insomne: encender el radio. Los presidentes de Estados Unidos y China se reunirán mañana para discutir... Algo ominoso nos amenaza todo el tiempo y se nos escapa, ¿no? Ceguera por exceso de luz, risa de plato amarillo. Salí de nuevo, desesperado, para conversar con el vecino insomne, preguntarle algo, escuchar un buen tema. Pero la calle estaba sola.
Foto: Martín Cinzano